La ruta de la desolación

Algunos tramos de la ruta que cruza el norte de la Patagonia son pura devastación: muertos, basura, soledad. Se parecen al libro más aterradoramente bello del mundo: “La carretera”.

Qué linda es la ruta, dice una amiga, en el auto. Y digo que sí, qué linda, aunque no lo pienso. Entiendo lo que quiere decir: que estar en la ruta es lindo, viajar, desplazarse a otro lugar. Pero esta ruta, esta en particular, no es linda.

La meseta patagónica allá lejos, a los costados, barrida por el viento no tiene nada que ver con eso. Tampoco el cielo celeste del otoño, límpido, transparente, monumental. Es la ruta en sí, esa cinta gris arqueada en el medio como la columna vertebral de un raquítico, su banquina ínfima, lo que no es lindo. Hay muerte alrededor.

En apenas 180 kilómetros, hay animales aplastados por algún vehículo; hay estrellas amarillas que recuerdan a las víctimas de los accidentes pintadas sobre el asfalto; hay pequeñas capillitas con sus velas consumidas; hay flores, ofrendas a los que no están; está la reproducción de la foto de Carlos Fuentealba, el docente asesinado hace 16 años durante una protesta docente en la ruta 22, en Arroyito, una fotografía que ya está gastada, descolorida. El camino parece una larga procesión en un cementerio.
A la altura del parque industrial de Neuquén, en lo que ahora es la ruta Nacional 22, un basural a cielo abierto es el paisaje. Las bolsas de nylon se adhieren a un cerco de alambre, aplastadas por el viento, como si gritaran para salir. Hay azules, blancas, verdes clarito. Si no fueran lo que son -o por ser lo que son- parecen la representación colorida de un mundo en ruinas.

(Foto Matías Subat).-


Más adelante, la tierra está desmalezada, pero no deja de parecer una instalación artística modesta, abandonada. Del suelo, ahí nomás, brotan tubos blancos, amarillos, que se doblan y después vuelven a entrar a la tierra. Parecen el lomo arqueado de una criatura prehistórica, pero de colores llamativos. Hay cigüeñas que se inclinan como autómatas, buscando restos de petróleo. Máquinas, conductos, torres petroleras, cuadrados de tierra perfectamente raleados, válvulas, tuberías, caños protegidos por celdas de metal. Nadie. En la tierra no se ve a nadie.

(Foto: Florencia Salto)


Hay un libro tan bello como desolador, de uno de los más brillantes escritores vivos de los Estados Unidos, Cormac McCarthy, que se llama “La carretera”.
Lo que cuenta en ese libro desgarrador es la travesía hacia el Sur de un padre y un hijo pequeño por una carretera norteamericana en medio de las ruinas de la humanidad. No sabemos qué es lo que ocurrió para que todo esté así. Pero la devastación es casi total: ya no hay animales, nada brota de la tierra, y casi no hay seres humanos. Lo que hay es un paisaje posapocalíptico, esteril. Y allí, en medio de esa carretera, un padre y un hijo, con un changuito de supermercado en el que llevan sus últimas pertenencias y unas latas de comida, atraviesan todo para llegar al Sur.


La leyenda sobre ese libro -el autor está rodeado de leyendas porque apenas dio tres entrevistas en su vida y vive casi oculto en algún lugar de la frontera entre los Estados Unidos y México- dice que la idea del libro se le ocurrió a McCarthy una noche, mientras miraba a su hijo dormir, en uno de esos moteles perdidos de las rutas norteamericanas que suelen salir en las películas. Lo vio dormir, con su respiración acompasada, y se dijo a sí mismo que esa era la imagen misma de la inocencia y la bondad. Luego miró por la ventana, y con una mezcla de pesimismo e imaginación, pensó en un mundo destruido y oscuro. De ese contraste entre la belleza real y su pesimismo imaginado surgió una de los libros más aterradoramente bellos del mundo.


Si McCarthy viajara por este tramo de la ruta, sus pesadillas apocalípticas serían atroces.


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