Los años no pasan en vano

“A los setenta y un años de mi edad siento a veces el agobio del transcurrir del tiempo”, dice Jorge Castañeda en este repaso por su vida, pero sobre, en este repaso al oficio de escritor que lo encuentra ahora redactando una autobiografía.

Los años no pasan en vano y menos en la vida de un escritor. A los setenta y un años de mi edad siento a veces el agobio del transcurrir del tiempo. Como el poeta español Vicente Aleixandre puedo decir que “tengo una mala salud de hierro”.

Por las noches al dolerme las coyunturas me acuerdo del poema de César Vallejo en el que dice que “la muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso”.
Frecuentemente, muy malos vientos me traen noticias de algún amigo que ha fallecido, y eso me pone mal y me recuerda que la vida de los hombres sobre la tierra es pasajera; que no es nada más que un sueño, un espejismo.


Muchos años escribiendo textos y poemas sobre las más diferentes temáticas y, ahora ha llegado sin que yo me dé cuenta la hora de escribir una novela autobiográfica de mis años jóvenes en Bahía Blanca, menester que habla claramente que tal vez sea el testimonio de un hombre que se está yendo.


Ya duermo poco de noche. Pienso mucho. Me reitero. Olvido nombres. Me fatigo. Busco la ayuda del “negrito”, mi bastón. Me pongo sentimental y recuerdo cosas del tiempo de mi infancia.


Pero la edad provecta también tiene sus compensaciones. Mucho tiempo para leer y escribir, ver buenas películas, caminar bajo la sombra de las viejas arboledas, desayunar por las mañanas un café y tostadas con manteca. Mirar las estrellas por las noches de verano. Disfrutar de los nietos. Conversar de arte y de historia con mis hijos. Compartir la mesa con los amigos. Saber que Irma, mi compañera, está a mi lado. Sentir los susurros del Señor. Y como Amado Nervo, estar en paz con la vida y con los demás.


Ya pocas cosas me importunan. He dejado los enojos como el profeta Jonás debajo de la calabacera.


Y este estar satisfecho porque todas las cosas que tuve que ser las he sido. Por eso, porque siempre he perdonado agravios y ofensas tengo la conciencia tranquila y el corazón en paz.


Ya estoy en el estribo. Recuerdo a Pablo, apóstol de Jesucristo, cuando decía “que había corrido la buena carrera; a San Martín sintiendo que “el barco está por llegar a puerto”, esperando, tal vez, como el Emperador Adriano “entrar en la muerte con los ojos abiertos”.
Estoy cumpliendo el viejo mandato de escribir. Más de sesenta años dedicados a la literatura me han dado muchas cosas: amigos, algunos premios, lectores; y esa magia insuperable de escribir aunque a veces sea con dolores de parto.
Ahora, siempre alguien en algún lugar público me dicen “abuelo” y yo me pongo contento. No me gusta eso de “tercera edad”, “adulto mayor”, ni otras yerbas parecidas. Prefiero asumir con dignidad que estoy transitando la vejez.
Algunas cosas me quedarán en el tintero: intuyo que para mi querido país, como Moisés, ya no veré el vergel de una tierra prometida; ingresar a la Legislatura de Río Negro; viajar y conocer otra gente y otras latitudes.


A mis años creo saber que “el mundo es ancho y ajeno”, que hay gente que no sirve ni para Dios ni para el diablo, que la soberbia y el relumbrón hacen mucho mal, que “cada uno es como Dios lo hizo y a veces mucho peor.


Siempre me supo emocionar un soneto de Francisco de Quevedo que habla de la decadencia de las cosas y de la vida y que son precisamente “señales de la muerte” que está cercana.
“Miré los muros de la Patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados, / por quién caduca ya su valentía. Salíme al campo, vi que el sol bebía / los arroyos del hielo desatados; / y del monte quejoso los ganados, / que con sombras hurtó la luz del día. Entré en mi casa: vi que amancillada / de anciana habitación eran despojos; / mi báculo más corvo, y menos fuerte. Vencida de la edad vi mi espada, / y no hallé cosa en qué poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”.


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