Santo Tomás y el primer almacén de ramos generales en la tierra de la vertiente

Aclisio Vázquez, su impulsor, nació en 1891 y cruzó la cordillera siendo un niño. A pesar de las secuelas que le dejó la poliomielitis, instaló y sostuvo el primer comercio, en decenas de kilómetros a la redonda. Algunos de los frutales que cultivó aún se encuentran en pie.

Cuando Aclisio nació en Collipulli, Chile, a casi 100 kilómetros de Temuco, su madre Clarisa seguramente ni se imaginaba todo lo que ese bebé iba a poder hacer con su vida. Allí, cerca de Victoria, corría el año 1891. Lo que hoy es ciudad recién estaba consolidándose, tras el avance militar y la llegada de los colonos. Y de este lado de la cordillera, Neuquén vivía una realidad parecida, aunque con años de diferencia. A modo de ejemplo, Chos Malal, su capital histórica, había sido fundada tan sólo cuatro años antes, en 1887. También fue a partir de un fortín, el «IV División», a cargo del coronel Manuel José Olascoaga.

Junto a su familia, Aclisio dejó su tierra siendo un niño, para instalarse en el campo, del lado argentino. El lugar elegido, Santo Tomás, quedaba dentro del “Sexto Departamento del Territorio del Neuquén”, Collón Curá, creado en 1896 por el Poder Ejecutivo Nacional. Meseta, vertientes y cielo, sin ninguna facilidad extra. La comisión de fomento surgió recién en 1975, después de la gran inundación que arrasó con todo.

En esa zona específicamente, “hacia el año 1920, quedaron delimitadas las grandes estancias privadas, que abarcaron casi el 90% de las tierras del departamento. Esto motivó el desplazamiento de la población existente en el área”, explicaron Analía Kreiter y María Teresa Vecchia, en un trabajo realizado en 1990 y publicado por la revista del Departamento de Geografía, de la UNCo.

En ese contexto, este vecino sabía que no tenía muchas alternativas. Y no lo detuvo el impacto de la poliomielitis, que perjudicó su sistema nervioso. Los pies de Aclisio atestiguaron lo ocurrido, por el resto de su vida. Por eso usaba muletas y “tamanguitos de badana”, dijo Leonel Poblete, un vecino que aún lo recuerda. De cuero sobado, para que sean flexibles, le servían para envolver sus pies, ante la falta de calzado acorde.

Los animales de la familia en el crudo invierno. Gentileza Familia Vázquez.

A pesar de sus dificultades, Vázquez se dedicó a la ganadería y a la siembra de forrajes, maíz, papa y frutales, enumeró Mónica, su hija menor. Recibió a RÍO NEGRO en la chacra que la vio crecer y ofreció una visita guiada con aroma a hogar, adornada de recuerdos. De pie ante los añosos árboles, bajó de un simple toque una de las peras que sigue ofreciendo la naturaleza, después de tantas décadas. Manzanas de calidad, ciruelas y membrillos completaron el paisaje de su infancia.

“El origen de los pobladores – chilenos mayoritariamente- que traían como parte de sus pautas culturales hábitos agrícolas; como así también la buena disponibilidad de recursos naturales (…) permitieron un asentamiento estable de la población”, señalaron Kreiter y Vecchia en el estudio.

¿Y dónde estaba el almacén?, era la pregunta en el aire, sin darnos cuenta de que sus bases estaban bajo nuestros pies. Un rectángulo de suelo libre, rodeado de pasto, marcaba el punto donde funcionó el primer comercio del poblado, dato ratificado por la Declaración 2250 de la Legislatura neuquina. Un caminito de bloques de piedra, enterrados quizás a modo de vereda, escondían el trajinar diario de muchos vecinos que vivieron en el pago, cien años atrás.

“El único boliche en ese entonces era ese, no había otro. Quedaba en la última población que se ve ahí”, explicó Leonel, señalando desde su casa en el extremo opuesto de Santo Tomás, subiendo el cerro. “Para ir a otro negocio había que ir a “El Sauce”, donde estaba el turco Salomón Yunes, pero quedaba a dos leguas fácil (casi 10 kilómetros), con caminos malos. Y sino al Águila [Piedra del Águila]… Todo a caballo, para cualquier trámite pasaba lo mismo”, agregó. Él fue cliente “desde que tuvo uso de razón”. Hoy ostenta 88 años.

El único registro fotográfico. Mónica con unos 7 años y detrás Estefanía, Pascual y Bartolomé. Gentileza Familia Vázquez.

En carro con bueyes hasta Zapala


Como en el pueblo se conocían todos, de los hijos de Aclisio, Leonel nombró “sin repetir y sin soplar” a los que quedan vivos: “Pascual, Estefanía, la “Ñeca” (Mónica), Bartolo (Bartolomé) y Olimpia, la mayor”, que ya tiene 89 años. Pero en total fueron nueve, gestados y criados por la compañera de vida del almacenero, que puso el apoyo necesario para que toda esta historia fuera posible.

Se trata de Marta Aranea, que trabajó la tierra a la par de su esposo y se encargó de los viajes para traer mercadería desde Zapala. “Como papá no podía viajar, iba mamá con mis hermanos mayores en carro, con bueyes. Tardaban tres días. Traían un poco en el carro y después venía un camión a dejarles el resto”, evocó Mónica.

Marta fue criada por una familia vecina. Quedó huérfana al morir su madre durante el parto. Gentileza Familia Vázquez.

Aclisio y Marta se conocieron en Santo Tomás, donde ella había nacido en 1913, en la estancia “La Teresa”. A pesar de la diferencia de edad, lograron sacar a su familia adelante. “Mamá era muy trabajadora y luchadora, como nadie, y papá con todas sus dificultades se las arregló, era muy pensante”, dijo Mónica. Ante la imposibilidad de encontrar fotos del hombre, lo describió como alguien morocho, de baja estatura, muy delgado, que lucía bigote y siempre vestía sombrero y bombacha de campo. Con nostalgia, contó que cuando era niña, él se sentaba a enseñarle y tomarle lección sobre palabras nuevas que iba aprendiendo.

En esos años, el trueque era la forma de pago más común para el criancero, por la falta de cobro en billetes. Frente a eso, los almaceneros recibían otros elementos, a cambio de víveres y productos de un valor equivalente. Aclisio aceptaba cuero de liebre, de zorro, cabeza de “peludo” (piche), lana de oveja, ‘cerda’ de caballos, plumas de avestruz y “cuerambre” (de los animales carneados).

“Todo iba ahí, menos la lana de chiva, porque todavía no valía”,

aclaró Leonel.

Sentado a la mesa junto a su primo Ernesto, mate de por medio, ambos se ayudaron a completar el recuerdo. Vázquez “recibía todo y te hacía el cambalache, vos traías 10 cueros y te decía el valor. Después te preguntaba ‘¿qué vas a llevar?’… Tenías azúcar, harina, fideos, yerba, todo suelto. Antes nos mandaban a buscar cinco kilos de harina, medio kilo de yerba, todo poquitito. Las cosas no daban para más. Chauchas daban por todo, en ese tiempo no valía nada, pero era el único ingreso”, explicaron.

“El único boliche en ese entonces era ese. Quedaba en la última población que se ve ahí”, explicó Leonel. Su casa queda en el extremo opuesto de Santo Tomás, subiendo el cerro.

Según Kreiter y Vecchia, “el trabajo en calidad de peón en las grandes explotaciones ganaderas constituyó durante varias décadas una situación común para la mayoría de los pobladores, porque no existían otras posibilidades laborales y porque significaba obtener ingreso monetario regular”, algo que no pasaba con la ganadería o la agricultura familiar.

La dificultad para titularizar la tierra en la que vivían, derecho adquirido después de tantos años de trabajarla, tampoco ayudaba a salir del estancamiento. Por ejemplo, la familia Vázquez asegura que, a medida que se urbanizó el lugar, ‘perdió’ 200 de sus 250 hectáreas ‘en uso’, a pesar de haber tramitado el boleto de compraventa.

“Despacháme una vuelta”


“Llegaba un día de fiesta o un día sábado y la gente que trabajaba en las estancias, todos venían a dejar su ‘platita’ ahí, donde Vázquez. Se formaban jugadas a la taba, al truco y baile en la huerta de frutales”, contó Leonel, como cuando apoyaba los codos en el mostrador. La bebida llegaba en barriles o ‘cascos’ de 100, 50 y 25 litros. “Despacháme una vuelta”, pedían cuando querían algo para tomar y compartir.

En esos años estaba Felipe Sapag, que hacía las reuniones ahí (en la chacra del almacén), cuando andaba de visita”, agregó Poblete. A falta de canales de comunicación, algunos días antes alguien avisaba la fecha en que llegaba el gobernador y “se hacían comilonas, se charlaba a lo grande. Venía gente del ‘Águila’, de todos lados”, comentó.

De los nueve hijos que tuvieron Aclisio y Marta aún viven (de izquierda a derecha) Bartolomé, Mónica, Pascual, Olimpia y Estefanía (sentadas). Gentileza Familia Vázquez.

Aclisio tenía más de 70 años en esa época, cuando su organismo, tan resistente, comenzó a fallarle. Murió en 1969, a los 78, y descansa en el cementerio local, junto a Marta, que también falleció, pero en los ‘90. Como “viejo colono de Santo Tomás”, lo reconocieron con una placa. Isabel, una de sus hijas, fue quien siguió atendiendo el almacén hasta que tuvieron que cerrarlo. Y los demás hoy cuidan la chacra y los animales que quedan.

Lejos de la melancolía, Mónica insiste para que el pueblo despegue, con asfalto, mejor riego, la conexión entre las Rutas 40 y 237, gas para las zonas alejadas. Y junto a sus hermanos busca honrar sus raíces: los que se mudaron y los que nunca se fueron del terruño.

“Acá venís y tenés una paz tan grande… me encanta”,

concluyó.
Aclisio descansa en el cementerio local, junto a Marta, que falleció, en los ‘90. Foto: Melina Ortiz Campos.

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