La pretensión del unicato

Por Ricardo Gamba

Redacción

Por Redacción

La arquitectura de la división de poderes republicana tiene to-da la simplicidad y claridad propias de las construcciones del racionalismo. En esencia se trata de un mecanismo que divide el ejercicio del poder del Estado en sus tres funciones básicas, y otorga a órganos diferentes el ejercicio exclusivo de cada una de ellas. El principio es muy sencillo: se trata de que cada uno de los órganos se concentre, sin interferencias ni dependencias, en la tarea que le es específica. Zapatero a tus zapatos, es la voz de mando del modelo de división de poderes. Para esto, la Constitución define de un modo claro y preciso cuál es cada una de las funciones privativas de los diferentes poderes, de modo que en principio no existan, si cada uno hace lo que tiene que hacer, interferencias ni dificultades que impidan el ejercicio de las funciones que pertenecen con exclusividad a cada uno. La claridad de la división constitucional procede del hecho de que las funciones son de naturaleza diferente -legislar, ejecutar, dirimir conflictos-, por lo cual no debería existir, para un ser racional, mayores dificultades para comprender su responsabilidad específica. El sistema se completa con una serie de controles mutuos específica y precisamente determinados en la propia Constitución, por ejemplo el derecho de veto o el juicio político.

La gobernabilidad del sistema presidencialista, entonces, se asegura por el pleno ejercicio de la función correspondiente, tarea que puede realizarse porque cada poder no depende más que de sí mismo para cumplir con sus obligaciones. Es el complemento de funciones independientes lo que hace armónico al sistema y, por lo tanto, gobernable al Estado.

La responsabilidad de dictar leyes es originaria y excluyentemente del Parlamento, la del Ejecutivo es ejecutar fielmente esas leyes, eficientemente y sin distorsionar su sentido, y la del Judicial es la de resolver los eventuales conflictos que puedan suscitarse en la interpretación de las leyes y las acciones de los diferentes poderes. La prudencia es la virtud de los legisladores, la eficiencia la del Ejecutivo y la imparcialidad y ecuanimidad la del Judicial.

Este sencillo mecanismo se halla completamente distorsionado por la tradición política de nuestro Estado. Lo que se ve a diario es más bien la pretensión del Poder Ejecutivo de fundar la gobernabilidad del sistema en la imposición de su propio criterio a los otros poderes. Esta violación sustancial a la noción de división y equilibrio de los poderes es mucho más que un exceso circunstancial de algún presidente y debe hablarse de una pretensión de la sociedad toda de ver en un esquema que viola el orden constitucional la garantía de gobernabilidad. No confiamos verdaderamente en que las instituciones aseguren el buen gobierno, de modo que lo buscamos desesperadamente en la elusión de las prescripciones constitucionales, que nos den la tranquilidad de saber que un caudillo tiene las riendas firmemente tomadas. En efecto, para nuestra débil cultura democrática, un Ejecutivo que no controla al Parlamento es evidencia de ingobernabilidad y una circunstancia que sacude hasta sus cimientos la tranquilidad institucional.

Esta actitud generalizada, avalada por otra parte por una sistemática jurisprudencia que hace la vista gorda a las injerencias del Poder Ejecutivo en los otros poderes, demuestra hasta qué punto la constitución real de nuestro Estado es el unicato, esa vieja y recurrente institución consistente en que, a través de mecanismos informales, el Poder Ejecutivo demande una cuota de poder muy por encima de la que le permite la Constitución. Si no lo logra, el fantasma de la ingobernabilidad nos hace entrar en pánico.

Pero no sólo, en este esquema, la distorsión se produce por lo que se hace y no debe hacerse, sino que además culmina en que no se hace lo que sí debe hacerse. La responsabilidad constitucional del Ejecutivo, la de hacer cumplir las leyes, permanece en el olvido y la desatención. Un poder de veto fáctico se ha institucionalizado, según el cual por la simple omisión de la responsabilidad de ejecutar las leyes, el Ejecutivo transforma en letra muerta buena parte de la voluntad legislativa, sin que siquiera se le exija dar cuenta de esto.

El ser jefe de la administración, el poder constitucional de derecho interno que posee el Ejecutivo, es la función que no cumple, distraído en su intento de someter a los otros poderes y creyendo que sólo se gobierna cuando su voluntad subroga a la voluntad del Estado, cuando logra imponer aquello que corresponde al Legislativo e incluso al Judicial.

La ineficacia manifiesta del Estado por cumplir con los objetivos más básicos y elementales es la consecuencia directa de la despreocupación del Poder Ejecutivo por cumplir con lo que la Constitución le ordena excluyentemente.

La percepción tanto de la clase política como de la sociedad en su conjunto, de que sólo existe gobernabilidad cuando el Poder Ejecutivo tiene el poder fáctico de controlar el rumbo de la política imponiendo su voluntad a la de los otros poderes, muestra hasta qué punto la letra constitucional no ha logrado imponer un auténtico espíritu republicano y que, mal que nos pese, seguimos como desde los orígenes del Estado argentino, sin ponernos de acuerdo en la diferencia entre un rey y un presidente.

La suma del poder público, el unicato o directamente los golpes militares son manifestaciones diversas del mismo asunto a lo largo de nuestra historia.

El enorme poder de unas costumbres personalistas y de ejercicio del poder absoluto, es la auténtica constitución de nuestro Estado, y el fondo cultural compartido que tritura impiadosamente a las instituciones de nuestra constitución escrita.

Es necesario admitir que de la tan meneada recuperación institucional que se enarbola como ganancia de la sociedad, sólo parece funcionar la de que cada tanto tiempo debe cambiarse, a través de elecciones, a quien va a intentar funcionar por ese tiempo como un rey. De aquí que la virtud política por excelencia, la del «operador», la astucia, la cintura, la falta de escrúpulos, la capacidad de negociar todo, etc., en conjunto, méritos consistentes en la capacidad de manipular las instituciones sin que se note demasiado.

Lo que sucede entretanto, muy poco, cada vez menos, tiene que ver con lo que manda la Constitución.


La arquitectura de la división de poderes republicana tiene to-da la simplicidad y claridad propias de las construcciones del racionalismo. En esencia se trata de un mecanismo que divide el ejercicio del poder del Estado en sus tres funciones básicas, y otorga a órganos diferentes el ejercicio exclusivo de cada una de ellas. El principio es muy sencillo: se trata de que cada uno de los órganos se concentre, sin interferencias ni dependencias, en la tarea que le es específica. Zapatero a tus zapatos, es la voz de mando del modelo de división de poderes. Para esto, la Constitución define de un modo claro y preciso cuál es cada una de las funciones privativas de los diferentes poderes, de modo que en principio no existan, si cada uno hace lo que tiene que hacer, interferencias ni dificultades que impidan el ejercicio de las funciones que pertenecen con exclusividad a cada uno. La claridad de la división constitucional procede del hecho de que las funciones son de naturaleza diferente -legislar, ejecutar, dirimir conflictos-, por lo cual no debería existir, para un ser racional, mayores dificultades para comprender su responsabilidad específica. El sistema se completa con una serie de controles mutuos específica y precisamente determinados en la propia Constitución, por ejemplo el derecho de veto o el juicio político.

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