La rebelión de Hugo Chávez

Por James Neilson

Es probable que Hugo Chávez no tenga «la solución» para el atroz embrollo venezolano y es bien posible que la aventura «bolivariana» que ha emprendido el teniente coronel desemboque en una dictadura tan sórdida como brutal, pero no cabe duda alguna de que a su modo encarna un interrogante de importancia fundamental no sólo para sus compatriotas sino también para todos los latinoamericanos: ¿qué debería hacerse para que la mayoría de los habitantes de la veintena de repúblicas de la región pueda salir de la miseria en que está hundida? Por desgracia, la respuesta consensuada según la cual la única «salida» será a través de la democracia y la liberalización económica dista de ser convincente. Aunque la fórmula así resumida funciona en los países desarrollados, en América Latina los resultados iniciales han sido decepcionantes.

Claro, habrá de transcurrir mucho tiempo antes de que los distintos pueblos latinoamericanos adquieran la cultura política, el nivel educativo y las actitudes económicas propios de las democracias avanzadas, de suerte que es necesario tener paciencia. ¿Pero cuánta paciencia es legítimo pedir a los ya marginados cuyos hijos y nietos compartirán su destino? Desde el punto de vista de un indigente analfabeto – y los hay por millones -, no es del todo irracional preferir a un caudillo autoritario que podría darle algo concreto a un político decente que esté comprometido con el statu quo.

De todos modos, para Chávez y los millones que confían ciegamente en él el enemigo denostado no es ni la democracia ni el capitalismo tales como se los practican en Europa y los Estados Unidos. Es la «clase política» venezolana. En su opinión, se trata de una corporación parasitaria, corrupta e increíblemente ineficaz que durante décadas ha aprovechado el sistema democrático para enriquecerse sin dar nada a cambio salvo discursos floridos. ¿Tiene razón? A juzgar por el estado de su país, sí la tiene: en el lapso de una generación, los «dirigentes» se las ingeniaron para despilfarrar las decenas de miles de millones de dólares que el Estado recibió por la venta de petróleo de tal forma que al terminar el 'boom' el grueso de los venezolanos se encontró más pobre que cuarenta años antes y, lo que era peor, totalmente incapaz de manejarse sin subsidios.

La ira de la cual Chávez es la manifestación más visible es comprensible. También lo es el desprecio que tantos venezolanos sienten por los líderes de los viejos partidos, uno socialdemócrata y otro demócrata cristiano, por el parlamento, el que acaba de perder sus poderes a manos de una asamblea constituyente chavista, por la Justicia, que está en efecto intervenida, y por los demás integrantes de la elite nacional. Su fracaso es evidente. Además, no existen demasiados motivos para creer que de no haber surgido el chavismo hubieran podido desempeñarse un poco mejor en el futuro. En el mapa, la «salida» representada por las instituciones actuales de casi todos los países de América Latina parece más que adecuada, pero los pueblos que la han elegido han descubierto que no es una supercarretera sino un camino con mucho barro y plagado de ladrones. Puede que aún así siga siendo la mejor «salida» disponible, acaso la única, pero no es sorprendente que muchos hayan insistido en que convendría buscar otra que, esperan, sea más transitable.

Los venezolanos se han convencido de que Chávez es el hombre indicado para permitirles avanzar con mayor rapidez hacia un país menos inequitativo y menos corrupto que el que efectivamente existe, que a caballo de su popularidad realmente extraordinaria conseguirá refundar la democracia, recreándola sin las lacras vergonzosas de antes, pero sería un auténtico milagro que lograra hacerlo porque, mal que les pese, el ex golpista también es un producto típico de la sociedad que quiere transformar. El que las distintas «clases políticas» latinoamericanas se asemejen tanto las unas a las otras y que, detalle más, detalle menos, los problemas sean muy similares, supone que las raíces de la crisis venezolana son mucho más profundas de lo que los chavistas creen. Aunque el militar convertido en caudillo popular barra por completo con los «viejos políticos», sus reemplazantes, lo mismo que los nuevos funcionarios y los nuevos jueces, serán con toda seguridad personas de ambiciones y conducta parecidas por haberse formado en una cultura que privilegia lo personal por encima de lo institucional, antepone la lealtad para con los amigos y, sobre todo, con la familia a los deberes ciudadanos, y se muestra sistemáticamente tolerante con las debilidades «humanas» ajenas y propias.

La «globalización» mediante, esta cultura cambiará, pero la transformación así supuesta será obra de generaciones, no de una «revolución» voluntarista que se consolide en un lapso muy breve. Por eso es de prever que, luego de un intervalo no muy largo, Venezuela vuelva a la «normalidad» de la cual todos con la excepción de los que pertenecen a la elite satisfecha sueñan escapar. La irrupción de Chávez y sus primeras consecuencias son síntomas del mal que se propone curar: si contribuyen a remediarlo será debido al temor que inspiran,no a las medidas que eventualmente tome el régimen. En América Latina la impaciencia es tradicional desde que las elites se dieron cuenta del atraso de sus respectivos países. El populismo distribucionista, el cual podría llamarse «inflacionismo», y el «neoliberalismo» a rajatabla, además de los brotes guerrilleros, siempre han tenido mucho en común por reflejar la misma voluntad de saltar etapas, de hallar un atajo que posibilitara la modernización ultrarrápida. Sin embargo, aunque sería posible – en verdad, sería fácil – acelerar la marcha, no es probable que esto ocurra porque, como es natural, casi todos los dirigentes son conservadores por sentirse consustanciados con los valores heredados. Algunos electorados, conscientes del problema así planteado, han optado por personas presuntamente ajenas al sistema: antes de que los venezolanos se entregaran al coronel Chávez, en Bolivia eligieron como presidente a un empresario que había pasado buena parte de su vida en los Estados Unidos y no a pesar de su fuerte acento yanqui sino a causa de él; en Perú votaron por un hombre de aspecto claramente japonés, en Guatemala probaron suerte con un evangélico. Todos descubrieron que no les sería tan fácil romper con el pasado y es de suponer que a los venezolanos les espera un despertar similar.

En todos los países de la región es frecuente que políticos, por lo general opositores al gobierno de turno, pronuncien graves advertencias sobre el peligro que plantean a «la democracia» la extrema desigualdad y la corrupción pandémica, insinuando que quienes deberían sentirse más preocupados por los riesgos así supuestos son los dirigentes del mundo desarrollado. No se equivocan cuando formulan sus dudas en cuanto al porvenir de la democracia en América Latina, pero los que deberían sentir más temor no son los extranjeros -pensar lo contrario es meramente otra manifestación de dependencia psicológica- sino los propios latinoamericanos. Este no sería el caso si se diera un «camino autoritario» hacia el poder y la prosperidad, pero a esta altura muy pocos creen seriamente en dicha hipótesis. Así las cosas, es de esperar que la reacción comprensiblemente exasperada de los venezolanos frente al fracaso de su «clase política» sirva para que las elites de otros países latinoamericanos, entre ellos la Argentina, se sientan lo bastante asustadas por lo ocurrido como para reformarse antes de que sea demasiado tarde.


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