La selección y el mensaje que nos da la política

El título de subcampeón conquistado por la selección de fútbol en el Mundial de Brasil ha calado hondo en la sensibilidad del ser argentino.

Quizás sea éste uno de esos casos en que la pasión pugna con la razón en una lucha sin cuartel.

Luego de desanudar la garganta, el segundo puesto obtenido -entre 32 participantes- merece ser interpretado como una clara muestra de superación y no como una derrota tras una final equilibrada.

Al fin y al cabo, ¿cuántos veían a nuestro representativo como firme candidato antes del evento y cuántos otros se arriesgaban a aventurar una final pareja luego de la histórica paliza propinada por los alemanes a los mismísimos dueños de casa?

Lo cierto es que el conjunto nacional nos devolvió una razón colectiva para creer. Algo positivo que no nos sucede desde hace tiempo, con excepción del orgullo que significó la designación del papa Francisco y su mensaje esperanzador.

Argentina ha encontrado en un grupo de futbolistas y en un religioso lo que por décadas sus dirigentes políticos no han conseguido: la confianza de su gente.

Lionel Messi y el papa Francisco son hoy los dos hombres que mejor nos representan en el mundo, por una simple razón: han hecho de sus vidas -proponiéndoselo o no- un ejemplo a seguir.

¿Cuántos años han pasado en la Argentina sin encontrar un gobernante que transmita ejemplaridad, un mandatario que, como sucede con muchos deportistas, persiga un fin que exceda su propia existencia?

Cuando nos preguntamos sobre el porqué de la anomia que fagocita a nuestra sociedad hay que pensar cuánto de dicho cáncer se debe al populismo y a las causas por corrupción.

Así, la idea de vivir en una sociedad subordinada a las reglas se transforma en una quimera discursiva cuando en la práctica quien primero debiera acatarlas es aquel que prontamente las transgrede.

La búsqueda del bien común, que implica una concesión cotidiana de la libertad individual, pasa a ser una entelequia cuando no existe confianza alguna en que ese fin sea alcanzable.

Es en estas cuestiones donde el fútbol -aun tratándose de un juego- y el combinado albiceleste nos transmiten un mensaje diferente y fácilmente interpretable.

A esta selección, más allá del paladar individual, hay que reconocerle una enorme entrega, una gran disciplina táctica y una inusual armonía grupal. Sin estridencias, ha podido superar los problemas tácticos provocados por bajas en el rendimiento o lesiones.

Dicho temperamento ha sido compartido y aun extremado por el campeón Alemania, que durante todo el torneo fue “el más equipo de los equipos” tanto con el overol como con la galera y el bastón.

En nuestro plantel, a pesar de existir ciertos liderazgos, nadie antepuso su bien personal al colectivo. No hubo tiempo para divismos porque la idea fue entregarse a un objetivo superior, claramente más importante que la propia individualidad. También se evidenció una marcada conciencia en los jugadores de estar representando a su país, con toda la responsabilidad y carga emotiva que ello implica.

Podrá decirse que entre el deporte y la realidad no existe una transferencia cierta y efectiva. Que el pobre continuará siendo pobre y que los problemas de la gente seguirán estando allí, sin que una jugada pueda modificar su suerte.

Puede que dicho análisis esté en lo cierto, mas me resisto a pensar que un evento seguido por cientos de millones de personas en todo el mundo se reduzca a un mero pasatiempo.

Aunque suene a cliché, ya no caben dudas respecto de que el deporte transmite valores como la entrega, la superación, la disciplina y la solidaridad. Tal costado pedagógico no exige mayores explicaciones porque es tangible: se ve, se palpa y se percibe.

Será por ello que en el deporte no hay doble discurso posible y el jugador es más apreciado por lo que hace que por lo que dice.

Los mandatarios, en lugar de pretender sacar rédito de un resultado deportivo -fórmula que al propio gobierno brasileño le está resultando más caro que los 14.000 millones de dólares invertidos en su Mundial-, deberían preguntarse seriamente por qué once hombres de pantalones cortos no elegidos por el pueblo resultan mucho más creíbles e inspiradores que los propios gobiernos.

El deporte da así un mensaje sano de cómo funciona una organización humana cuando con sobriedad y trabajo se convence de su norte, dejando al desnudo la inutilidad de la política cuando el poder es ejercido ineficientemente.

MARCELO ANTONIO ANGRIMAN (*)

(*) Abogado. Profesor nacional de Educación Física marceloangriman@ciudad.com.ar

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