Adelanto: “La llorería”, el nuevo libro de Martín Sivak
Autor de “El salto de papá”, Sivak explora en su nuevo libro, publicado por Alfaguara, el duelo por un amor que se termina y la muerte de su madre. Este es un adelanto de su nueva novela: "La llorería".
Uno. 2018. Primer final.
En las vísperas de la Nochebuena N. me dejó por mensaje de texto. Lo disparó desde un campo remoto de la Patagonia con temperatura templada y lo recibí en un hotel céntrico de la ciudad de Catamarca con 39,5 grados.
Siento que quiero estar sola por un tiempo.
Hinde Pomeraniec: ver y leer para contarla
Con taquicardia, me largué a caminar por la peatonal. Compré un Gatorade helado de color azul; más tarde, unas Havaianas grises. Esa tarde subí un cerro, me bañé en el río y conocí una docena de cactus gigantes. La geografía, sus accidentes, su vegetación, no me alejaba del monotema.

Pasé la noche del 24 de diciembre notificando de la novedad a unas pocas personas. Escribí una carta, un manifiesto de la desesperación. La mandé a las 5.35 de la mañana del 25 de diciembre.
Antes de tomar el avión a Buenos Aires recibí una respuesta que interpreté lapidaria.
Es lo más lindo que leí en ya no sé cuanto.
A las pocas horas nos reunimos en mi casa, sede central del año que pasamos juntos. Preparé con cuidado la escena de la conversación final. Limpié, ordené y compré frutas de verano para la fuente dorada del comedor diario. Con Google como ayudamemoria preparé en una jarra un Pimm’s, una bebida a base de ginebra y licores frutales que se convierte en limonada suavemente alcohólica cuando se le agregan cítricos, pepinos en rodajas, hielo y soda. Un clásico de los casamientos boreales en Inglaterra y de los descansos durante el torneo de Wimbledon.
Después de una ducha fría, me puse Axe Marine, el desodorante que me acompaña cada día desde los 14 años. Elegí una bermuda de un azul estruendoso y una camisa celeste. Dudé si quedar descalzo. Recuerdo la duda, pero no su resolución.
Esperé la llegada de N. derrotado, pero en calma.
Entró al hall de casa con una distancia manifiesta y la acortó con un abrazo que duró unos segundos. Vestía un jean y una remera Vince blanca de algodón. Me dijo que prefería estar sola, tener como única responsabilidad a sus dos hijas y andar liviana por la vida. Que le gustaba más el caos que el orden, que le incomodaba el compromiso de responderme los mensajes de texto, que no aguantaba más a su padre y que se iba a tomar vacaciones con una amiga. Y que no me diría nada lindo para no generar ninguna ambigüedad.
Elogió el Pimm’s.
Después del intervalo retomó su catarsis: éramos totalmente incompatibles; anhelaba vivir fuera de la Argentina. Dio como destinos San Francisco, Miami y Madrid.
—Odiás Estados Unidos —le recordé y debí controlar que de pronto los latidos del corazón se me desbocaran esa noche.
Me hubiese dolido toda forma de separación, pero me dolió más que dijera cualquier cosa con tal de apurar el trámite. No lloré, no intenté torcer su decisión, no le pedí nada. Como volvía una y otra vez sobre los mismos temas —especialmente su voluntad de convertirse en una persona que se pudiera mover con liviandad— le dije que no había más que hablar. Que le abría la puerta.
Me pidió el único objeto suyo que había en mi casa: el cargador de su teléfono. No lo encontramos.
—Suerte con tu vida —le dije sin desearle nada cuando nos despedimos en el hall.
No contestó.
Esa noche borré todos sus mensajes. Al día siguiente eliminé todas las fotos y tiré a la vereda una cadenita que me había regalado. Al rato me asomé a la ventana y ya no estaba. Decidí quedarme con la ropa y los zapatos que me había regalado porque no los asociaba a ella y mi vestuario no podía prescindir de algunos de sus pocos pilares. No tomé una decisión definitiva sobre el acolchado blanco y las tres plantas.
Siempre creí que las penas amorosas eran un género para los e-mails, para las charlas privadas, para los whatsapps. Hasta que empecé a escribir para no entrar en la desesperación más absoluta.
Uno. 2018. Primer final.
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