Eduardo Halfon: el escritor que se disfraza de personaje

Entrevista con el escritor guatemalteco que vive en Berlín, autor de “Tarántula”, un libro que se suma a su proyecto literario y que, en este caso, narra un campamento siniestro.

Eduardo Halfon es guatemalteco, pero vive en Berlín, y antes en Estados Unidos, y durante un tiempo en Francia. De Guatemala huyó junto a sus padres, en la década del 80, cuando tenía 10 años, para dejar atrás la violencia que asolaba el país. De Estados Unidos volvió a Guatemala, a sus 26, para convertirse en escritor. Y en Francia y Berlín escribió, y publicó.
De ese mapamundi, de la amalgama de lugares y patrias que no terminan de ser la suya, está hecha su literatura. De esa búsqueda de la identidad, de lo que se va pero a lo que vuelve, están hechos sus libros. Una identidad que también incluye sus antepasados y el judaísmo, la religión que abandonó para buscarla, encontrarla y volver a perderla, en todas partes.


Halfon lleva 20 libros publicados. 20 libros que son una suerte de mega proyecto literario, que funcionan como piezas de un puzzle que podrían encajar en su biografía. Podrían. Porque aunque el personaje principal de sus libros se llame como él, Eduardo Halfon, él aclara que lo suyo no es autoficción, y que sólo le presta el nombre a un alguien que es escritor, que nació en Guatemala, que huye y busca el judaísmo y que tiene una historia muy similar a la suya. “La familia para mí es un tema enorme. Es un tema escabroso, complicado, una familia de la cual me tuve que alejar cuando entré a la literatura y cuando me fui del judaísmo. Ese fue el primer alejamiento brutal”, dice Eduardo Halfon, el escritor.

La galaxia narrativa halfoniana comenzó en 2008 cuando publicó los cuentos de “El boxeador polaco”. Su abuelo polaco León Tenenbaum llegó a finales de 1945 a Guatemala, único de su familia que sobrevivió y estuvo prisionero en distintos campos de concentración. En su brazo tenía tatuada la marca de su paso por Auschwitz: 69752. En su universo orbitan además “Monasterio”, “Saturno”, “Un hijo cualquiera”, “Signor Hoffman”, “Duelo”, “Canción”, todos libros que juegan en ese límite difuso de la ficción y la realidad.

A fines del año pasado, agregó “Tarántula”, el libro del mes de Lecton, que recibió el Premio de la Crítica 2024 y el Premio Médicis 2024 a la mejor novela extranjera en Francia. En “Tarántula”, Halfon recupera el tiempo de la infancia y cuenta lo que le sucede a dos niños -Eduardo y su hermano-, cuando, a finales de los años ochenta, regresan a Guatemala para asistir a un campamento “de supervivencia para niños judíos”, que no es lo mismo que cualquier campamento, le dicen en su casa. Pero al cuarto día, el lugar se convierte en un parque temático del horror.


-Sin dudas “Tarántula” se inscribe en el proyecto literario que venís desarrollando desde tu primer libro. Pero éste, con ese campamento siniestro, es más impactante. ¿Este recuerdo, tan traumático, estuvo siempre presente entre tus “apuntes” de futuros libros, o apareció por un motivo en particular?
-No tengo apuntes para futuros libros. Yo no trabajo así . Mi manera de escribir es, lamentablemente, mucho más espontánea, sin ninguna noción de en qué estoy trabajando, hacia dónde voy, qué podría funcionar. No hay planificación. No sé qué viene después de “Tarántula”. Estoy escribiendo cositas, escenas , pero no sé qué son. Entonces no, no hubo ningún deseo de escribir sobre este recuerdo. Era un recuerdo como tantos otros que tengo en la cabeza y que no consideraba literario. Nunca se me ocurrió que ese día, que ese campamento, pudiese funcionar como literatura, hasta que lo narré. Lo conté a una mesa de académicos alemanes aquí en Berlín, y vi sus reacciones. Ese momento lo narro en el libro: en Tarántula hay una escena de la génesis, del momento de origen del libro. Ese fue el instante en el que ue me dije a mí mismo que debía intentarlo. Entonces, ese día vuelvo a casa y escribo la primera página. Y continué, sin saber más, sin saber qué personajes iban a aparecer, qué temáticas iban a atravesarlas.

-Pienso, en relación a este tema, que es quizás el libro en el que el humor es más vidrioso. Hay escenas tiernas y plácidas, es cierto, pero en general es más taquicárdico, riesgoso. En “Canción” también hay momentos así, pero en este Eduardo está ahí, en medio de lo siniestro. ¿Crees que es así?
-Me gusta esa visión del humor vidrioso. Está ahí, lo tierno y lo plácido, sí, pero estoy de acuerdo: tiene más suspenso, es casi una historia de horror. Tanto el terror del campamento, lo que sucede ese día en el campamento, como el terror de estar perdido en la montaña. No fue intencional esto, no lo planifiqué, pero me di cuenta de que había un suspenso que podía acrecentar, que podía subirle el volumen a lo taquicárdico. Creo que es importante que el lector perciba ese terror, o esos terrores, de una manera mucho más frontal, más recia que en mis libros anteriores.

Eduardo Halfon (foto de Vanesa Lara)


-El campamento está narrado desde ahora, tu adultez, pero manteniendo el pánico, la sorpresa, la inocencia de esa adolescencia. ¿Cómo fue revisar ese momento? ¿te conflictuó sacar a la luz, algo que aparenta ser más bien “secreto”?

La revisión del momento sucede a través de la ficción. No lo revivo realmente, es una novela. Es tomar un recuerdo como punto de partida -esa primera página, ese detonante-, pero luego, el resto ya es ficción. No es revivir un trauma, es casi crear un trauma nuevo, un nudo nuevo. No es autobiografía lo que estoy escribiendo. Ahora bien, todas las temáticas que saco a la luz yo sé que me van a causar conflictos, pero de eso se trata: de meter el dedo en la llaga de alguna manera. Todos mis libros funcionan así: sé que lo que estoy escribiendo causará incomodidad en ciertos lectores, pero no hay otra manera de escribir, pienso. En todos mis libros hay algo de prohibido, hay algo de tabú. Hay algo de la historia que no debo contar que me atrae: es la historia de mi abuelo en Auschwitz; la historia del niño Salomón que se ahoga, en Duelo; la historia del matrimonio ultraortodoxo de una hermana. Vuelvo constantemente o me traen historias prohibidas, historias secretas.

-El tema de la identidad, y la huida de esa identidad, recorre tu obra. Pero aquí se presenta en dos momentos claves: la charla con los guerrilleros indígenas, y la charla con Samuel Blum…

-Esas situaciones llegaron. No las recree ni las pensé demasiado. Es adonde me llevó la historia. Trabajé esta historia durante un año fuerte y otro año de edición. Ese primer año durante el cual la historia se está gestando, ante mí, no hay mucha reflexión sobre qué debo hacer. Simplemente las escenas se van presentando, como pequeños fragmentos en el camino. De pronto aparecieron estos personajes en la montaña, o Samuel Blum, en Berlín, o Regina en París. Pero todo se fue dando, no hubo planificación. Identidad es una palabra que me persigue, y también la huida y la búsqueda de esa identidad. El irme y volver al mismo tiempo. Pero no es algo que tenga presente mentiras escribo. Simplemente se da.

-Hay también un tema del lenguaje (la lengua materna, el inglés que hablás en Estados Unidos, el hebreo que traducís en los términos del campamento), como si todos te pertenecieran y como si ninguno fuera propio. ¿Cuál es tu relación con la lengua?
-Es conflictiva, ¿no? Es incómoda, es no resuelta. Tengo todos estos idiomas que manejo y que no manejo, que son mi lengua materna y que no lo son. El español, que es mi lengua materna, mi primer lenguaje, el lenguaje de mi infancia, cosa muy importante, es un idioma que siento que no manejo del todo cuando escribo. Sigo siendo, después de 20 libros, muy inseguro con el español, y lo noto más cuando traduzco hacia el español. El inglés, que se volvió mi lengua fuerte -prefiero leer en inglés, escribir en inglés, traducir al inglés- no es mi lengua natural, es una lengua madrastra, que llegó después, y luego está el francés, el hebreo, el alemán que está por aquí afuera pero no lo hablo. Mi relación con el lenguaje es compleja pero eso también me empuja a escribir a tratar de encontrar en el lenguaje mismo, evidencia de algo, rastros de algo.


-Debo preguntar cuánto es real y cuánto ficción, sólo para que la pregunta no esté ausente.
-Y yo tengo que responder. La respuesta es que todo es ficción, aunque esté basado en un evento real, aunque el personaje principal lleve mi nombre, y yo le preste mi vida, todo es ficción.

-El libro termina con una escena bellísima, poética: hay una virgen de otra religión, una mujer que habla un idioma (otro más) que no entendés, un mundo que tampoco es el tuyo, pero que te hace sentir seguro…
-Esas últimas cinco páginas son las que yo siento que hacen que todo el libro haya merecido la pena, porque es un libro de mucha oscuridad, de varios tipos de oscuridad, y necesitaba esa luz al final. Esta señora que se queda sin nombre abraza al niño y a todos. Eso fue muy impactante al escribirlo. Es una escena en la que no sucede nada, es puramente descripción de una ambiente, de una casa que apenas era una casa y quizás fue la escena que más trabajo me llevó. Aunque es breve y descriptiva, tenía que funcionar. El lector tenía que sentirse adentro de esa casa que es apenas una casa. Cuando llega ese momento tan tierno, yo personalmente cuando lo escribí -y espero que el lector también-, me sentí abrazado.