Lo humano, entre lo sagrado y lo profano


Hace miles de años, en el círculo en torno al fuego, el hombre descubrió un arma que ninguna otra especie poseía: trabajar en grupo, apoyándose unos a otros, los hacía muy eficaces para construir y para destruir.


Vivimos en una era que exalta el egoísmo a niveles que jamás hemos visto antes: la vida parece una constante lucha para poder poseer cada vez más cosas materiales (de hecho, una persona promedio hoy tiene casi el triple de espacio habitable del que tenían sus abuelos o bisabuelos hace un siglo, y gran parte de ese espacio que habitamos está poblado de muchas más cosas que las que hace un siglo necesitaba o tenía cada persona).

Estamos en una carrera sin descanso para acceder a más experiencias agradables (desde viajes a sexo). Nada nos parece suficiente, aunque cada vez es más difícil lograr todo lo que “deberíamos” tener. Por momentos nos sentimos como el ratón girando enloquecidamente en la rueda: no avanzamos nada, pero estamos exhaustos corriendo sin cesar. Al mismo tiempo que vivimos en una cultura del individualismo exacerbado la mayoría quiere sentir que forma parte de algo “espiritual” y que participa de una experiencia grupal o social: algo que lo saque de su vida intrascendente y le permita sentir que no ha venido a este mundo solo a comprar en cuotas y vivir sentado frente a una pantalla.

Aun entre los ateos y agnósticos (un grupo que crece entre los menores de 45 años), la búsqueda (o el deseo) de un éxtasis que los lleve a una trascendencia es una meta masiva: según una encuesta realizada en los 35 países más ricos, más del 95% de las personas consultadas desearía encontrarle un sentido trascendente a su existencia.

Hace más de un siglo, Émile Durkheim dijo que los seres humanos somos “homos duplex”: por un lado, somos organismos biológicos, impulsados por los instintos, con deseos y apetitos (el núcleo de nuestra experiencia “profana”) y, por otro lado, nos dejamos conducir por la moral y por instituciones y agrupamientos que genera la sociedad (hasta alcanzar cierta trascendencia en lo “sagrado”). Según esta idea cada persona quiere trascender su naturaleza animal y eso lo logra mediante es la religión o creencias espirituales colectivas.

Hay cientos de estudios que muestran que aun los más individualistas y escépticos buscan distintas formas de éxtasis espiritual y experiencias colectivas: ellas son las que les permiten a los individuos acceder a una trascendencia que la vida profana no lograría jamás saciar. Sin una participación en lo sagrado, la vida profana cae en la depresión y el sinsentido.

En 2012 el prestigioso sociobiólogo Edward O. Wilson publicó el controvertido libro “La conquista social de la Tierra: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?” en el que apoya la idea de que la selección natural nos hizo sociales para sobrevivir mejor y que esa sociabilidad humana se basa en principios morales y religiosos (o, al menos, trascendentes).

Ya sabíamos que Charles Darwin en El origen de las especies dice que muchas de nuestras virtudes tienen poco valor para la supervivencia del individuo, pero que son muy útiles para la supervivencia del grupo.

“De dos tribus arcaicas que se enfrenten, yo podría pronosticar sin dudas que logrará imponerse aquella que tenga más individuos capaces de sacrificarse por el grupo”.

Edward O. Wilson retoma esta intuición apenas esbozada por Darwin y la apoya en sus estudios con las poblaciones que viven en colmenas: desde las primeras bacterias que se unieron formando “superbacterias” hasta las avispas, las abejas y las hormigas, además de estudiar muchos grupos humanos.

En todo grupo, los integrantes compiten entre ellos -por lograr las mejores recompensas-, pero también compiten contra otros grupos, y es ahí que las diferencias internas se olvidan o pasan a un plano de menor significación. Por ejemplo, entre los grupos de remeros que participan de una regata: para alcanzar un puesto dentro de un bote, cada individuo compitió con otros, pero una vez en el bote, el objetivo es ganarle a los otros equipos.

Hace medio millón de años nuestros antepasados se unieron en torno al fuego.

Después de más de cinco millones de años evolucionando como individuos que iban desarrollando sus cerebros hubo algo que los reunió: el círculo en torno al fuego. Y esta reunión les enseñó a cazar juntos, a vivir juntos. Así comenzaron a hablar y creyeron en espíritus que los trascendían. Comenzaron a enterrar a sus muertos.

Ahí descubrieron que tenían un arma que ninguna otra especie poseía: eran conscientes de que trabajar en grupo, apoyándose unos a otros, los hacía tremendamente eficaces para construir y para destruir. Y así, uniendo lo profano a lo sagrado, conquistaron la Tierra.


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