Napoleón sí sabía poner la mesa
Napoleón Bonaparte le daba poca importancia a la comida, pero desde un principio comprendió que servir buenos banquetes podía ser un instrumento útil a la hora de hacer política. Su cuñado Murat, Junot, el gobernador de París, Cambaceres, gran canciller del Imperio y Talleyrand, su ministro de Relaciones Exteriores, habían contratado a los mejores cocineros, y los personajes importantes de la corte tenían orden de que sus mesas estuvieran siempre tendidas en forma ostentosa y rebosantes de manjares. Sin embargo la historia gastronómica le debe a Napoleón una sola creación, el famoso pollo a la Marengo. Bebía poco y con preferencia vinos de Burdeos y de la Borgoña. Después de almorzar se dedicaba a una taza de café.
El pollo a la Marengo fue inventado tras la batalla del mismo nombre, el 14 de junio de 1800, luego de que fuerzas francesas derrotaran a las austríacas. Mientras los vencidos huían, Napoleón ordenó que le sirviesen algo de comer. Dunad, su cocinero, contaba sólo con unos pollos, unos cuantos huevos, cebollas, aceite y una bolsa de cangrejos. Con esos ingredientes cocinó las aves, que desde entonces, así servidas, pasaron a llamarse pollos a la Marengo. En Francia existe una extraña leyenda sobre las crèpes. Como buen corso, Napoleón era supersticioso, así que todos los martes de carnaval, sin falta, comía crèpes para cumplir con un viejo ritual que prometía buena suerte. Pero la leyenda decía además que el destino sólo se volvería favorable si quien las preparaba lograba darlas vueltas sobre la sartén sin tocarlas con las manos y por supuesto, sin que cayeran sobre el fuego.
Cuentas que el martes de carnaval de 1812 Napoleón fue hasta el palacio de la Tullerías para comer con Josefina, su ex esposa. El mismo se encargó de preparar las crèpes y tres veces falló tratando de darlas vuelta. Pocos meses después el Emperador declaraba la guerra a Rusia…
Careme fue un gran creador de sopas, pero creer que las inventó sería un despropósito. La sopa, es decir la cocción de un alimento en agua o caldo, pertenece a los comeres más antiguos de la historia. La palabra deriva del sánscrito sopa que quiere decir líquido, caldo o salsa, aunque algunos filólogos aseguran que surgió del vocablo teutónico supfen, que expresa la acción de husmear. Los suecos conocen el término sod, que quiere decir algo así como alimento que se toma con una cuchara. La Biblia cuenta que los hebreos preparaban caldos en Egipto, y Herodoto dice que en el año 430 a.C., los escitas que habitaban a orillas del mar Negro disponían de ollas para cocer sus alimentos en agua. Los griegos de la época de la Guerra de Troya no cocían las carnes, sino simplemente las asaban. Sin embargo, en Esparta se hacía el famoso potaje negro con carne de cerdo, la sangre del animal, vinagre y sal. En la Edad Media la sopa era poco menos que obligatoria sobre las mesas de los conventos. Se preparaban potajes de tocino, de arvejas, de pescado, de remolacha de habas, de leche y de nabos, con queso y mostaza; también se hacían sopas dulces, como la de membrillos. Pero tuvo que llegar el siglo XIX para que la sopa se convirtiese en un plato digno de cuidados y refinamiento. Careme creó alrededor de quinientas recetas distintas, entre ellas la de sopa de tortuga.
Sobre las ramas de especialización de la gastronomía hay para todos los gustos, si hasta existió un tal Albignac, francés emigrado a Londres en tiempos de la Revolución, que supo ganarse la vida y hacerse famoso gracias a su simple oficio de condimentador de ensaladas, según lo cuenta el mismísimo Brillat-Savarin.
Se encontraba un día el tal Albignac comiendo en un restaurante de la capital inglesa. Cerca de la suya, un grupo de jóvenes compartía alegremente la mesa. Cuando escucharon el inconfundible acento francés de Albignac, uno de los jóvenes se acercó respetuosamente y le solicitaron, si no era demasiada molestia, que les enseñara cómo sazonar una buena ensalada de vegetales. Albignac se sentó con ellos y mientras se ocupaba de la ensalada les contó que era un emigrante y que estaba viviendo gracias a los favores del gobierno británico. Un buen día el buen francés recibió una carta: lo invitaban a presentarse a un banquete que se serviría en Grosvenor Square, ¡para hacerse cargo de las ensaladas! Así comenzó su curiosa carrera de fashionable sald-maker, especializado en el uso de vinagres aromatizados, aceites, caviar, trufas, anchoas, catchup, mostaza, jugo de carne, yemas de huevo, huevos cocidos, perejil, estragón y muchas otras especias.
«Los sabores de la historia», Víctor Ego Ducrot. Norma, 2000.
Napoleón Bonaparte le daba poca importancia a la comida, pero desde un principio comprendió que servir buenos banquetes podía ser un instrumento útil a la hora de hacer política. Su cuñado Murat, Junot, el gobernador de París, Cambaceres, gran canciller del Imperio y Talleyrand, su ministro de Relaciones Exteriores, habían contratado a los mejores cocineros, y los personajes importantes de la corte tenían orden de que sus mesas estuvieran siempre tendidas en forma ostentosa y rebosantes de manjares. Sin embargo la historia gastronómica le debe a Napoleón una sola creación, el famoso pollo a la Marengo. Bebía poco y con preferencia vinos de Burdeos y de la Borgoña. Después de almorzar se dedicaba a una taza de café.
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