¿Enseñar a leer en casa?
Alfabetizar implica comprender cómo piensa el niño. Para ello es indispensable interactuar y dialogar con él en situaciones variadas y sostenidas de lectura y escritura

A veces las familias -motivada por el deseo genuino de acompañar- quieren ayudar a sus hijos e hijas a aprender a leer. Cuando transcurren algunos meses de primer grado —o incluso cuando llegan a segundo— sin que la alfabetización convencional se haya consolidado, muchas comienzan a dedicar tiempo en casa a explicar lo que consideran el principio fundamental de nuestro sistema de escritura: la correspondencia entre letras y sonidos.
Sin embargo, es necesario reflexionar sobre qué aportes corresponden a la familia y cuáles son responsabilidad específica de la escuela, ya que la falta de entendimiento entre estas dos esferas puede generar intervenciones contraproducentes y afectar el proceso de alfabetización.
En este diálogo —o en su ausencia— entre familia y escuela se cruza un aspecto históricamente polémico: lo que Berta Braslavsky denominó “la querella de los métodos”. Desde hace décadas se discute cuál sería “el” método más adecuado para enseñar a leer, debate que reaparece cíclicamente incluso en los medios masivos de comunicación. Allí suele producirse un reduccionismo que desconoce la complejidad del saber científico construido en torno a la alfabetización.
Las y los docentes que trabajamos en alfabetización inicial sabemos que no existe un método mágico. Sí contamos, en cambio, con los aportes de Emilia Ferreiro y Ana Teberosky, un cuerpo sólido de investigaciones que explican cómo aprenden los niños. Sus investigaciones mostraron que los niños no son receptores pasivos, sino sujetos que piensan activamente sobre el sistema de escritura. Lejos de ser una tábula rasa, elaboran hipótesis, ponen a prueba sus ideas y construyen explicaciones sobre el funcionamiento de la lengua que tienen coherencia interna, aun cuando no coincidan con la norma convencional.
Estas investigaciones evidenciaron que todos los niños, en contextos alfabetizadores, atraviesan distintas etapas o niveles de conceptualización sobre la lengua escrita. Por eso, cuando un niño dice “no sabo”, está aplicando una regla que conoce —la conjugación regular— a un verbo que todavía no identifica como irregular. De modo similar, cuando intenta leer o escribir, pone en juego razonamientos propios sobre qué representa la escritura y cómo funciona.
Desde la escuela, el objetivo es respetar y trabajar sobre esas hipótesis infantiles, no solo porque hacerlo reconoce al niño como sujeto de conocimiento y fortalece su autoestima, sino porque las intervenciones que desconocen su lógica de pensamiento generan confusión y obstaculizan el aprendizaje. Cuando la propuesta del adulto está demasiado alejada de los razonamientos que el niño está construyendo, simplemente “no entiende”. Esto puede ocurrir tanto en la escuela como en el hogar, especialmente cuando las familias intervienen desde el desconocimiento de estos procesos, por ejemplo, enseñando únicamente el nombre de las letras y provocando lecturas como PE-A-TE-O para la palabra PATO.
Alfabetizar, entonces, implica comprender cómo piensa el niño. Para ello es indispensable interactuar y dialogar con él en situaciones variadas y sostenidas de lectura y escritura. Aunque el niño aún no lea o escriba de manera convencional, debe enfrentarse a estos usos sociales de la lengua para que el docente pueda intervenir con preguntas, indicaciones y comentarios que lo ayuden a reflexionar y avanzar. Estas intervenciones no surgen de recetas, sino de una formación teórica y práctica que permite al docente contar con múltiples recursos para cada situación.
Existen, sin embargo, elementos que deben estar presentes en todo proceso de alfabetización y en los que la familia cumple un rol central: la oralidad y la interacción cotidiana con la lengua escrita. Las familias no necesitan conocer teorías psicogenéticas ni debatir enfoques metodológicos para contribuir de manera significativa. Leerles, rodearlos de materiales escritos variados, mostrarse lectores, compartir los usos reales de la lectura y la escritura en la vida diaria y jugar —no necesariamente con fines didácticos— para fortalecer el desarrollo del lenguaje oral, ya que hoy esta es una de las mayores limitaciones con las que se encuentran los docentes al alfabetizar.
La familia puede acompañar sin caer en la ilusión del método, y la escuela debe asumir su responsabilidad pedagógica con profesionalismo y compromiso. Solo desde ese diálogo es posible sostener procesos de alfabetización más justos, inclusivos y democratizantes. Alfabetizar requiere construir un entendimiento entre familia y escuela basado en el respeto de los roles y en el reconocimiento del saber producido por la investigación educativa.
* Profesoras de Lengua y Literatura IFDC Fiske Menuco de General Roca.

A veces las familias -motivada por el deseo genuino de acompañar- quieren ayudar a sus hijos e hijas a aprender a leer. Cuando transcurren algunos meses de primer grado —o incluso cuando llegan a segundo— sin que la alfabetización convencional se haya consolidado, muchas comienzan a dedicar tiempo en casa a explicar lo que consideran el principio fundamental de nuestro sistema de escritura: la correspondencia entre letras y sonidos.
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