La salud mental en la sociedad argentina actual
El ecosistema digital pudo haber modificado de manera abrupta las normas que organizan el reconocimiento, el éxito, la apariencia y el valor personal, generando expectativas fluctuantes y difícilmente alcanzables.

Hace unos días, la exdiputada Ofelia Fernández publicó un video en YouTube titulado ¿Cómo ser feliz?, en el que reflexiona sobre el incremento de los problemas de salud mental como síntoma característico del mundo en que vivimos (particularmente, entre los adolescentes).
La tesis del video sostiene que dos fenómenos concurrentes habrían impulsado este crecimiento: por un lado, la masificación del smartphone -particularmente a partir de sus versiones que perfeccionaron la cámara frontal y popularizaron las selfies- y, por otro, la incorporación del botón “me gusta” en Facebook. Ambos hitos, situados en 2010, habrían reforzado una lógica de búsqueda permanente de aprobación y validación social que explicaría los malestares, frustraciones e incluso crisis personales cuando esas expectativas no son correspondidas. A lo largo del video se informan “datos de depresión y brotes”, junto a tasas de suicidio, que confirmarían el incremento de patologías vinculadas a la salud mental.
Yendo a nuestro país, existen datos elocuentes de suicidios y de intentos de suicidio que pueden sugerirnos el estado de situación de nuestra población en términos de salud mental. Según el Sistema Nacional de Información Criminal (SNIC), los suicidios consumados aumentaron sostenidamente desde 2020, convirtiéndose en 2024 (el último año sobre el que tiene registro este organismo) en la principal causa de muerte violenta en el país, por encima de los accidentes viales y los homicidios dolosos, con un total de 4.249 casos.
En tanto, el ministerio de salud, que desde hace dos años añade a sus registros los intentos de suicidio, también muestra una tendencia alcista de estas autolesiones en 2025.
Estos datos dan cuenta de una problemática sanitaria que lejos de ser marginal parece estar afectando a cada vez más gente, y también que, lejos de ser una cuestión personal y de tratamiento individualizante, requiere un abordaje más amplio que mínimamente cuestione el modo en que nos damos vida, o sobrevida.
En esta línea, las Ciencias Sociales, sobre todo la Sociología, tienen el mérito de haber desanclado al suicidio de todas aquellas interpretaciones, por lo general psicológicas o biologicistas, que suelen atribuir sus causas a meros trastornos individuales. Durkheim fue el primer sociólogo que echó luz sobre el suicidio como un fenómeno social —junto al cual podríamos incluir otras afecciones mentales (ataques de pánico y diversas fobias) —, esto es, como un fenómeno colectivo cuya existencia excede las circunstancias específicas de personas determinadas. Esto nos obliga a pensar en las condiciones económicas en las que vivimos y el malestar social que podría estar atravesando la población argentina (o parte de ella).
En términos de Durkheim, el impacto de las redes sociales y los smartphones podría estar asociado a dos tipos de suicidio.
Por un lado, al suicidio egoísta, que predomina cuando las personas no están plenamente integradas al medio social en el que viven. Las redes sociales, a pesar de ampliar los contactos, pueden intensificar el aislamiento en las pantallas, debilitar el vínculo real, el cara a cara, con otras personas —con las que se construye comunidad y pertenencia en el día a día—, y reforzar comparaciones que terminarían erosionando la autoestima.
Pero por otro lado, y aquí considero que está el punto nodal, también puede relacionarse con el suicidio anómico, el cual refiere a contextos específicos en los que se ha perdido el sentido de orientación normativa. Este tipo de suicidio se vincula a crisis morales que vive una sociedad, en dónde no es claro, como dice el tango “que bondi hay que tomar para seguir”. Y aquí podría estar la clave de estos tiempos: el ecosistema digital pudo haber modificado de manera abrupta las normas que organizan el reconocimiento, el éxito, la apariencia y el valor personal, generando expectativas fluctuantes y difícilmente alcanzables.
Pero más allá de esto, tampoco parece ser clara —en general— la dirección, el sentido, la planificación de la vida social. No hay parámetros para ello, no hay un horizonte vívido que nos permita diseñar un plan, identificar qué profesión estudiar, qué formación conviene adquirir para poder construir un proyecto de vida que nos dé certezas. Pero este presente no podría entenderse sin el trasfondo económico, que es, en definitiva, el que traza a groso modo nuestras condiciones de existencia.
El empleo informal, el sub empleo, el sobre empleo y el monotributismo, como artificio legal para encubrir relaciones de dependencia laboral, tanto en el sector público como en el privado, dan cuenta de la precariedad rampante de la fuerza de trabajo. Sin mencionar la desocupación, que en el afán de querer evitarla termina provocando que las personas acepten condiciones de empleo cada vez más desfavorables. A su vez, también cabe mencionar aquellos discursos fomentados por el liberalismo económico que justifican la ausencia de perspectivas y la implantación de condiciones laborales flexibles e inestables como parte de algún tipo preciado de “libertad”.
La naturalización del “sálvese quién pueda”, del individualismo autocelebratorio e incluso la jactancia y burla ante escenas de policías golpeando ancianos y discapacitados espeja la imagen de una sociedad quebrada, que pierde poco a poco el interés por el prójimo y el sentido colectivo en el que cada cual pueda sentirse parte.
La tarea entonces es alimentar nuevamente el sentir comunitario, de tender la mano al otro y rescatar el significado moral de convivir en sociedad, reconociendo mínimamente, entre otras consecuencias, las afecciones mentales que un estado de anomia trae aparejadas.
*Sociólogo y doctor en Ciencias Sociales/ CIHaM/FADU (UBA)

Hace unos días, la exdiputada Ofelia Fernández publicó un video en YouTube titulado ¿Cómo ser feliz?, en el que reflexiona sobre el incremento de los problemas de salud mental como síntoma característico del mundo en que vivimos (particularmente, entre los adolescentes).
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