Las democracias contraatacan


Las fuerzas ucranianas han resultado ser llamativamente más ágiles, más capaces de adaptarse a las circunstancias que las rusas. Y el sistema, más democrático.


Si bien es habitual suponer que la restauración de la democracia hace casi cuatro décadas se debió exclusivamente a factores internos, como el fracaso patente del régimen militar, el que en los años ochenta muchos otros países experimentaran cambios similares hace pensar que se trataba de la manifestación local de algo que sucedía en buena parte del mundo. Es que, luego de un período prolongado en que políticos y, con más fervor, intelectuales insistían en que los problemas enfrentados por las distintas sociedades, en especial las subdesarrolladas, eran tan profundos que requerían soluciones autoritarias, se difundió con rapidez sorprendente el consenso a favor de la democracia que se fortaleció enormemente en 1991, cuando se desintegró la Unión Soviética.

He aquí una razón por la que la competencia, para no decir guerra fría, entre las democracias encabezadas forzosamente por Estados Unidos y las autocracias informalmente lideradas por China, no puede sino incidir en la evolución de los demás países, incluyendo a la Argentina.

A comienzos del año actual, parecía que, merced al dinamismo económico chino, aumentaba el prestigio del autoritarismo, mientras que la democracia, que en Estados Unidos pasaba por un muy mal momento, perdía su atractivo. Asimismo, la retirada caótica de las tropas norteamericanas y europeas de Afganistán había convencido a muchos de que las democracias, enfermas de derrotismo, dejarían de desempeñar un papel protagónico en el escenario internacional.

Entre los persuadidos de que el Occidente, paralizado por dudas de todo tipo, estaba replegándose, se encontraba Vladimir Putin. En febrero, tanto él como muchos otros creían que el ejército ruso, supuestamente el segundo más poderoso del mundo, necesitaría a lo sumo un par de semanas para completar la conquista de Ucrania y que, frente al atropello, las potencias democráticas se limitarían a derramar algunas lágrimas de cocodrilo, redactar una serie de declaraciones rimbombantes y, después de un intervalo relativamente breve, olvidarse del asunto. Al fin y al cabo, es lo que hicieron cuando el ruso se apropió de Crimea en 2014.

Pero Putin, y otros autócratas como el chino Xi Jinping, se equivocaban. Pertrechados de armas modernas suministradas por Estados Unidos, el Reino Unido y los miembros de la Unión Europea, los ucranianos pronto se pusieron a expulsar a los rusos de los lugares que habían capturado en los primeros días de la invasión. Acaban de retomar la ciudad emblemática de Jerson; a juicio de muchos expertos militares, podrían ganar la guerra.

Si lo hacen, será en buena parte merced a la decisión del presidente Volodimir Zelensky y quienes lo rodean, de encuadrar la guerra en el conflicto que está librando la democracia occidental contra un conjunto de autocracias. Al obrar así, los ucranianos transformaron lo que los rusos creían sería visto como una escaramuza fronteriza menor en un asunto de gran importancia geopolítica. De tal modo, brindaron a sus aliados argumentos contundentes que les servirían para justificar ante sus electorados respectivos la ayuda costosísima que continuarían prestándoles en un momento de grandes dificultades económicas.

Hace un año, a pocos se les hubiera ocurrido sugerir que Ucrania, un país notoriamente corrupto con instituciones políticas precarias, podría cumplir el rol que ha asumido, pero ocurre que tanto los éxitos ucranianos en el campo de batalla como los fracasos rusos, pueden atribuirse a las diferencias entre los dos sistemas. Por lo demás, es más que probable que la necesidad de mostrar al mundo que Ucrania sí es una democracia cabal, permita a sus dirigentes políticos llevar a cabo reformas que no serán nada fáciles.

Las fuerzas ucranianas han resultado ser llamativamente más ágiles, más capaces de adaptarse a las circunstancias que las rusas. El sistema es más democrático, ya que los suboficiales pueden improvisar sin tener que recibir órdenes de arriba antes de modificar sus tácticas. Asimismo, el gobierno se preocupa mucho por el entrenamiento de sus efectivos, trasladando a miles a Polonia, Inglaterra y otros países donde pueden prepararse para combatir.

En cambio, como corresponde en una sociedad autoritaria, los militares rusos se aferran a una cadena de mando jerárquica e inflexible. Lejos de respetar a quienes están bajo su mando, los oficiales los tratan como ganado, como carne de cañón. Incluso recurren al expediente tradicional soviético de emplear tropas “de barrera” que fusilan a quienes vacilan en avanzar.

No extraña, pues, que la moral de los soldados rusos esté por el suelo y que centenares de jóvenes hayan huido de su país por temor a verse enviados a un matadero en una guerra que les parece insensata.


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