Que el juez decida el derecho y que la IA haga las cuentas: basta de sentencias con miedo a los números
El sistema judicial argentino necesita una modernización sencilla: que el juez resuelva el conflicto jurídico y que la IA haga las cuentas sin prejuicios ni temores.
En la Argentina judicial hay una paradoja tan vieja como incómoda: un ciudadano puede ganar un juicio después de años de pelear, probar cada extremo, demostrar daños, intereses acumulados, deudas impagas, cuotas alimentarias atrasadas por una década, y aun así terminar cobrando una suma que no guarda relación con lo que reclamó. Peor aún: una suma que no le permite comprar ni remotamente lo que podía adquirir cuando inició su demanda.
El problema no suele ser jurídico. El problema es matemático. O, mejor dicho, psicológico. Porque el derecho se prueba, se reconoce, se declara. Pero cuando llega la instancia de calcular cuánto vale ese derecho después de tantos años, aparece el reflejo defensivo del sistema judicial: suavizar. Achicar. “Hacer razonable”. Traducido al lenguaje llano: tenerle miedo al número que refleja la brutalidad de la economía argentina.
El problema es la operación económica final. En ese último tramo —actualización, intereses, depreciación monetaria— se activa un sesgo profundamente humano: el miedo al número. Miedo al porcentaje alto, miedo a parecer excesivo, miedo a que la sentencia resulte «desproporcionada». Pero en la Argentina inflacionaria, los números altos no son exageraciones: son la realidad económica puesta en cifras. La solución hoy es técnica, accesible y verificable: que el juez decida el derecho; que la IA haga las cuenta.
Las actualizaciones que deberían restituir el poder adquisitivo perdido terminan recortadas. Los intereses que deberían compensar la demora aparecen reducidos. Y la cifra final no es el verdadero equivalente del daño sufrido, sino una versión atenuada para que no resulte «exagerada». Se temen porcentajes altos, como si fueran un capricho del reclamante, cuando en realidad son la consecuencia natural del paso del tiempo, de la inflación acumulada y del incumplimiento sistemático.
Frente a esto, surge una propuesta obvia para cualquiera que haya visto cómo funcionan los algoritmos: dejar que los jueces definan el derecho, pero delegar los cálculos en sistemas de inteligencia artificial. La función judicial es decidir si corresponde pagar o no, quién tiene razón y en qué medida. Ese es el acto soberano. Pero una vez reconocido ese derecho, el cálculo económico -intereses, depreciación monetaria, inflación real, pérdida del poder adquisitivo- puede ser realizado con exactitud por herramientas tecnológicas que no sienten pudor, ni temor, ni condicionamientos estéticos al ver un porcentaje de cinco cifras.
La IA no se escandaliza por un 2.000%, un 9.000% o un 19.000%. el inconsciente judicial activa mecanismos de reducción moral, como si ese número fuera un castigo y no la descripción objetiva de lo ocurrido. Pero la IA no se escandaliza: no teme porcentajes altos, no «suaviza» por estética, no protege al incumplidor, no castiga al reclamante. Hace matemática pura.
Y en el contexto argentino, esa matemática pura es la única forma de justicia real. No interpreta esos números como una exageración, sino como lo que son: la traducción matemática del tiempo, el deterioro económico y el daño real que provoca no pagar durante años. Es objetiva, es implacable y es precisa. Exactamente lo que la Justicia necesita en la etapa más sensible de cualquier sentencia: la de ponerle valor al derecho reconocido.
Se entiende rápido: se inicia un juicio para comprar algo, pero cuando finalmente cobra, la suma alcanzada no cubre ni la mitad de aquel proyecto. No es un problema metafísico ni filosófico: es que la sentencia llegó tarde y llegó disminuida. Y llegó disminuida porque quienes deben calcular no se animan a reflejar el verdadero impacto económico del paso del tiempo en un país donde la inflación se come todo.
El sistema judicial argentino necesita una modernización sencilla: que el juez resuelva el conflicto jurídico y que la IA haga las cuentas sin prejuicios ni temores. Que el derecho sea humano, pero que los números no dependan del ojo humano. La justicia tardía ya es injusta. La justicia tardía y mal calculada es directamente una derrota disfrazada de victoria.
Hoy existen herramientas de IA que permiten a los jueces actualizar créditos con precisión matemática y sin sesgos humanos, existen calculadoras oficiales -como las del BCRA, la Justicia de Córdoba o el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la CABA- que ya permiten actualizar créditos sin improvisación.
Pero también pueden crearse la herramienta decisiva en cada jurisdicción: un sistema propio de Inteligencia Artificial creado dentro del Poder Judicial, capaz de calcular inflación real, intereses compuestos, depreciación monetaria y pérdida del poder adquisitivo con precisión automática y sin sesgos humanos.
Es hora de que los tribunales desarrollen sus propios modelos técnicos, transparentes, auditables y estandarizados, para que el juez decida el derecho y la IA haga las cuentas. Crear esta infraestructura no es ciencia ficción: es una necesidad urgente para garantizar sentencias que reflejen el valor económico real del derecho reconocido.
Si queremos sentencias que realmente compensen los daños sufridos, que devuelvan lo que la inflación destruyó y que no premien a quien incumple, entonces es momento de aceptar una verdad evidente: la Justicia necesita menos miedo y más matemática objetiva. Y en matemática objetiva, la IA no tiene rival.
(*) Abogado miembro del Instituto de Derecho e Inteligencia Artificial del Colegio de Abogados y Procuradores de Neuquén dirigido por Vanesa Ruiz.
En la Argentina judicial hay una paradoja tan vieja como incómoda: un ciudadano puede ganar un juicio después de años de pelear, probar cada extremo, demostrar daños, intereses acumulados, deudas impagas, cuotas alimentarias atrasadas por una década, y aun así terminar cobrando una suma que no guarda relación con lo que reclamó. Peor aún: una suma que no le permite comprar ni remotamente lo que podía adquirir cuando inició su demanda.
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