¿Qué Estado estamos financiando?
Cada ley que aumenta el gasto público es más costo que luego soportamos por cada bien o servicio que consumimos y menos calidad de vida de los ciudadanos.

Durante décadas, los argentinos hemos naturalizado una ecuación que ya no cierra: un Estado que consume cada vez más recursos para cumplir, cada vez peor, con sus funciones más básicas. Las provincias destinan entre el 50 % y el 70 % de su presupuesto a educación, salud, seguridad y justicia: las cuatro áreas esenciales que justifican la existencia del Estado. Sin embargo, los resultados muestran un deterioro alarmante.
En educación, el sistema público absorbe casi un tercio del gasto provincial, pero aun así millones de familias -muchas de ellas con ingresos modestos- terminan pagando escuelas privadas para asegurar una mínima calidad formativa. En salud, ocurre algo similar: más del 65 % de los argentinos sostiene coberturas pagas, aunque con sus impuestos financian hospitales y servicios públicos que ellos mismos evitan usar.
En seguridad, el Estado provincial destina cerca del 10 % de su presupuesto, pero la sensación social es de desprotección. Las calles, las cárceles y el control del delito evidencian la misma ineficiencia estructural: más gasto, menos seguridad. Y en justicia, el gasto público ya se acerca al 5 % del PBI nacional, casi tanto como educación, pero sin reflejarse en accesibilidad, transparencia ni resultados concretos para el ciudadano común.
El otro Estado
A todo esto se suma un Estado paralelo, sobredimensionado y autocomplaciente. Un entramado de ministerios, secretarías, asesores, entes autárquicos y empresas públicas que absorbe entre un 30 % y 50 % del gasto restante, sin relación directa con las necesidades de la sociedad.
Un Estado que se administra a sí mismo y que, en muchos casos, funciona más como un sistema de empleo que como un sistema de servicio.
¿Qué estamos financiando con nuestros impuestos?
La pregunta no es menor:
– ¿Estamos financiando educación y salud o estructuras sindicales y administrativas que ya ni siquiera garantizan calidad?
– ¿Estamos pagando por seguridad o por mantener una burocracia sin control ni resultados?
– ¿Tiene sentido que los contribuyentes sostengan funciones no esenciales, como festivales, subsidios a sectores privilegiados o empresas públicas deficitarias?
Si el Estado absorbe casi la mitad del ingreso nacional en impuestos, es lógico exigirle que cumpla con eficiencia, transparencia y resultados medibles.
Y conviene recordar que no solo paga impuestos quien tiene una actividad registrada en ARCA o trabaja en relación de dependencia. En realidad es cada ciudadano quien contribuye al financiamiento del Estado cada vez que consume porque en cada precio de un bien o servicio, desde un litro de leche o una prenda de vestir o una cena en un restaurante, se esconde una carga tributaria del 40 al 45% del valor final. Es decir casi mitad de lo que se paga no va al productor ni al comerciante, sino al estado.
En realidad, debemos comprender que los impuestos absolutamente todos, IVA, ganancias, Ingresos Brutos, Bienes Personales, aportes y contribuciones a la seguridad social, están contenidos en el precio de nuestro consumo diario, quienes están inscriptos ante ARCA son meros intermediarios entre el ciudadano y el estado.
Cuando el Estado aumenta la presión fiscal, cuando escuchamos proponer nuevos impuestos o alícuotas más elevadas, no es una carga para quienes desarrollan una actividad sino es hacia los consumidores, todos los ciudadanos. Por eso reducir impuestos o simplificar el esquema tributario, no es beneficiar a las empresas, sino aliviar el costo de vida de toda la sociedad.
Un debate que debemos exigir
Es hora de que esta discusión deje de ser técnica y se convierta en una exigencia ciudadana a quienes aspiran a gobernar.
Cada candidato debería explicar qué propone y cómo lo financiará, recordando que todo lo que el Estado gasta sale del bolsillo de los contribuyentes.
Cuando prometen “más recursos para educación, salud, seguridad o justicia”, o más obras y subsidios, deben aclarar de dónde saldrá ese dinero y qué se hará distinto para administrarlo mejor.
Porque el verdadero debate no es cuánto más gastar, sino cómo lograr que cada peso que pagamos en impuestos vuelva al ciudadano: al alumno que aprende, al paciente que se atiende, al vecino que necesita seguridad y justicia. Hoy, sin embargo, la mayor parte del gasto termina beneficiando a quienes prestan las funciones, no a quienes las financian. Y mientras no cambiemos esa lógica, seguiremos sosteniendo un Estado que se sirve a sí mismo antes que al ciudadano.
Repensar el contrato fiscal
Quizás haya llegado el momento de revisar el contrato implícito entre los ciudadanos y el Estado:
– Qué funciones son realmente indelegables y deben ser financiadas colectivamente.
– Cuáles podrían sostenerse con participación privada o de los propios usuarios.
– Y, sobre todo, cómo garantizar que cada peso recaudado vuelva al ciudadano en forma de valor público y no de privilegio político.
El debate sobre el tamaño del Estado no es ideológico: es moral y práctico.
Porque cada peso que el Estado gasta mal, no desaparece: sale del esfuerzo de alguien que trabaja, produce y paga impuestos.
*Contador Público de General Roca.

Durante décadas, los argentinos hemos naturalizado una ecuación que ya no cierra: un Estado que consume cada vez más recursos para cumplir, cada vez peor, con sus funciones más básicas. Las provincias destinan entre el 50 % y el 70 % de su presupuesto a educación, salud, seguridad y justicia: las cuatro áreas esenciales que justifican la existencia del Estado. Sin embargo, los resultados muestran un deterioro alarmante.
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