Te amo, te odio, dame más


Los vencedores de las elecciones apenas si tienen tiempo de festejar el triunfo cuando ya comienzan a recibir los primeros cuestionamientos severos.


Liz Truss, la renunciante Primera Ministra de Inglaterra, fue la que menos tiempo duró en su cargo en toda la historia de su país: apenas 44 días. El presidente francés Emmanuel Macron obtuvo una clara victoria en la segunda vuelta en abril, pero desde entonces su gobierno se ve muy debilitado. La imagen del presidente chileno Gabriel Boric, quien asumió hace apenas 7 meses, cae a un paupérrimo 30% de aprobación. En todas las democracias sucede algo parecido: los vencedores de las elecciones apenas si tienen tiempo de festejar el triunfo cuando ya comienzan a recibir los primeros cuestionamientos severos.

Desde 2010 se viene registrando en todos los países un fenómeno similar: ya las mayorías no votan a favor de un candidato en el que creen, votan en contra del que odian. No se vota para que gane el candidato preferido, sino para que pierda el que se detesta. Esta forma de elegir gobiernos hace que los candidatos más votados ya no tengan un apoyo popular que les permita encarar las reformas que cada país necesita. Cada gobierno comienza con el apoyo de una hipotética mayoría de votos, pero lo cierto es que a las pocas semanas (a lo sumo, unos meses) el clima social es claramente negativo en contra de ese mismo gobierno. Es un fenómeno global que tiene, obviamente, características particulares en cada país. La división entre Lula y Bolsonaro no es exactamente igual que la que vive EEUU entre la presidencia de Biden y Donald Trump o la de la Argentina entre Cristina Fernández y Mauricio Macri, pero los núcleos duros de los procesos son parecidos.

“No sé lo que quiero, pero lo quiero ya” cantaba Luca Prodan al comienzo de nuestra transición democrática, esa época que tan bien refleja el film “Argentina, 1985”. Es exactamente ese ambiguo sentimiento de no saber qué quieren pero lo quieren ya; y al poco rato lo que quieren es ya otra cosa. La canción de Sumo hablaba de deseos individuales, de insatisfacciones personales, pero ahora estamos viviendo la insatisfacción como núcleo de la vida social: “hoy elijo presidente a Macron, pero mañana quiero a Le Pen; hoy elijo a Bolsonaro y mañana a Lula y luego no me gusta ni Le Pen ni Macron ni Lula ni Bolsonaro: ¡quiero que se vayan todos!”.

Vivimos una época que no soporta la espera ni permite el desarrollo de los procesos complejos (que siempre requieren de mucho más tiempo del que otorga la paciencia social). Ante esta situación los políticos en todas partes no tienen la menor idea de qué hacer, salvo someterse a la política de la guerra discursiva y la polarización, que parece ser la única que funciona en la tarea suprema de la captación de votos. El jueves, el filósofo y financista norteamericano Paul Graham dio a conocer en su cuenta de Twitter un estudio sobre los medios norteamericanos en el siglo XXI y su influencia en los sentimientos de los ciudadanos de EEUU. El estudio lo realizó el investigador David Rozado. Es un minucioso trabajo de lectura computada sobre decenas de millones de titulares de diarios y medios webs que llegan a más del 80% de los norteamericanos.

Lo primero que se comprueba es que desde 2000 (y muy especialmente desde 2010) todos los medios aumentaron mucho la cantidad de titulares que producen miedo, ira, disgusto y tristeza.

Los medios más conservadores siempre tuvieron más titulares de este tipo, pero desde 2010 también los medios progresistas se suben a esta tendencia. Se supone que esto tiene que ver con el cambio que hubo en Facebook y Twitter en ese momento y que significó la creación de lo que se llamó “la viralización” de una noticia: la difusión masiva, como si fuera el ataque de un virus, de algo que en cuestión de minutos llega a millones de personas. Lo que se viraliza suele ser lo indignante, negativo, violento, lo que produce enojo, miedo y tristeza.

Estos titulares periodísticos negativos y esta viralización de las redes sociales aumentan la polarización política. La gente expuesta a estos mensajes termina odiando aun más a los que ya detestaba.

Vive el proceso como una adicción de la que no puede escapar: no solo busca contenido cada vez más angustiante y que le causa más enojo en contra del que odia, sino que no puede dejar de difundir ese contenido. No solo lee para indignarse sino que se transforma en una unidad de difusión de lo negativo.

Nadie sabe cómo se puede acabar con este proceso que nos está llevando a la destrucción de la vida en común en los países democráticos. El drama es que a los medios, las redes y los que comunican algo los beneficia enervar las pasiones negativas, ya que así aumentan o fidelizan su público. Es imposible pensar que vayan a dejar de exacerbar las pasiones. Pero a las sociedades esta dinámica las destruye.

Estamos yendo al abismo y no podemos frenar.


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