Otras dulzuras

la peña

jorge vergara jvergara@rionegro.com.ar

El liderazgo del dulce de leche es indiscutible en la Argentina. No hay estadística que resista ningún análisis porque el grueso de los argentinos ama el dulce de leche y lo consume con frecuencia. Pero el horizonte de las cosas dulces en el país es más amplio, tanto que no podrían imaginar la cantidad de cosas dulces que hay en las provincias y que son tan auténticas y propias como el dulce de leche. Chancaca, bolanchao, alfeñique, patay, gaznates. No, no estoy hablando en otro idioma, se trata de dulzuras de las regiones argentinas que pocos conocen, salvo los que viven en esos lugares donde se producen. La primera, bien tucumana, es la chancaca. Se conoce también como azúcar natural y es producto de la extracción del jugo de caña, el que es sometido a procesos de cocción derivando en un pan que permite su conservación y transporte. También se vende en pequeñas tabletas. Muy dulce y muy rico. El nombre chancaca deriva del idioma naguatl, Chiancaca. En otras partes del continente este preparado se conoce con los nombres piloncillo, raspadura, rapadura, atado dulce o tapa de dulce. El alfeñique, una especie de nudo bien dulce y sabroso, como si fuera un caramelo duro, es típico de la región Noroeste debido a que Salta, Jujuy y Tucumán son las provincias argentinas productoras de la caña azúcar. Sin embargo, se indica que el origen real del alfeñique es España y que llegó a nuestro país con la colonización. A los alfeñiques se los prepara con la melaza de caña de azúcar. En diferentes lugares y en ciertas ocasiones se les añaden ingredientes como el anís. Otra de las dulzuras bien argentinas es el patay, una especie de torta elaborada con harina de algarrobo blanco típica del centro, noroeste y norte de Argentina. En el norte en algunos lugares, para darle un toque de distinción, le dicen souflé de algarrobo, pero en realidad es lo mismo. Muy nutritivo, pero para mi gusto demasiado seco. Dicen los sitios de internet que el patay cumplió las funciones de ser una especie de “pan” en la dieta de pueblos aborígenes. En la actualidad es un alimento típico de la población criolla del interior argentino, especialmente en el norte de Cuyo y el NOA. Un corto viaje a Santiago del Estero nos hará descubrir el bolanchao. Es un postre, por llamarlo de alguna manera, que se prepara con la fruta madura del mistol: se la coloca en un mortero y se la muele hasta que se forma una pasta húmeda y granulosa. Con esa pasta se forman “albóndigas” de unos cinco centímetros de diámetro, se las espolvorea con harina de algarrobo, pan rallado o harina de maíz tostado. Las bolas van al horno hasta que se doran. Son del primero al último de los ingredientes totalmente naturales. Los gaznates, característicos de las provincias del norte argentino, se hacen con una masa frita, según sea el elaborador se le agrega anís, se fríen y se forman una especie de conos donde se agrega dulce de leche. En algunos casos se los baña con almíbar a punto alto y en otros directamente con fondant. Con los climas de la Patagonia, cualquiera de las recomendaciones vendría bien, están cargados de calorías, pero son básicamente autóctonos, nos identifican desde el origen mismo del país y algunos incluso vienen de los tiempos de la colonización. Sin embargo, como sucede con muchas cosas en la Argentina, el grueso de los que habitan este país ni siquiera sabe de qué se trata. Las comidas de nuestra propia historia también son parte de la cultura de un pueblo que se fue moldeando con lo que tenía, azúcar, mistol, algarrobo y otros frutos que alimentaron a buena parte del país durante siglos. Y a pesar de los años, esos mismos frutos viven, perduran en muchos puntos de esta Argentina donde el progreso no se los llevó por delante.


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