Palimpsestos: El destino en la literatura

“Fue el destino, ¡quién lo iba a pensar!”; “todos tenemos el destino marcado…”; “hay que ayudar al destino…”. Seguramente vos habrás escuchado este tipo de expresiones y otras en las que el concepto de destino se utiliza de diferentes maneras y está presente en nuestra cotidianeidad para explicar circunstancias muchas veces inexplicables.
La palabra “destino” significó en su origen algo así como “El camino que sigue la flecha hacia el blanco”, de allí pasó a representar el “lugar al que hay que llegar”, meta, objetivo. En algún momento se contaminó con el concepto griego de “hado” entendido como “el camino trazado por los dioses”, y por lo tanto inmodificable. Luego el cristianismo y su concepción de “libre albedrío” contribuyeron a dar nuevos matices al término “destino”.
“Contra el destino nadie la talla” dice un viejo tango que reproduce la idea de una fuerza imposible de alterar. Esa es, en forma simplificada, la idea griega presente en toda su literatura clásica. La tragedia griega es a grandes rasgos la lucha del hombre contra las fuerzas colosales, caprichosas e indescifrables de los dioses. Y es tragedia precisamente porque haga lo que haga el bicho humano no podrá escapar de su férreo destino.
Quizás, quien mejor ilustre esta idea de destino es Sófocles y la tragedia “Edipo Rey”; en ella los protagonistas buscan a toda costa huir del camino trazado por el hado, pero ese intento es inútil. Los dioses dispusieron que Layo, rey de Tebas, tendría un hijo que le daría muerte y se casaría después con su madre. Cuando Edipo, su hijo, nació lo entregaron a un pastor para que lo abandone en la montaña pero no lo hizo. Edipo creció en otra ciudad y, ya hombre, en un altercado mató a su padre y se casó con su madre (Yocasta) y tuvo prole y fue rey de Tebas. Cuando la verdad salió a la luz, Edipo horrorizado, se arrancó los ojos.
No hay escapatoria posible a los designios de los dioses. Estamos -para los griegos y tantos otros- como especie humana, prisioneros del destino.


“Fue el destino, ¡quién lo iba a pensar!”; “todos tenemos el destino marcado…”; “hay que ayudar al destino…”. Seguramente vos habrás escuchado este tipo de expresiones y otras en las que el concepto de destino se utiliza de diferentes maneras y está presente en nuestra cotidianeidad para explicar circunstancias muchas veces inexplicables.
La palabra “destino” significó en su origen algo así como “El camino que sigue la flecha hacia el blanco”, de allí pasó a representar el “lugar al que hay que llegar”, meta, objetivo. En algún momento se contaminó con el concepto griego de “hado” entendido como “el camino trazado por los dioses”, y por lo tanto inmodificable. Luego el cristianismo y su concepción de “libre albedrío” contribuyeron a dar nuevos matices al término “destino”.
“Contra el destino nadie la talla” dice un viejo tango que reproduce la idea de una fuerza imposible de alterar. Esa es, en forma simplificada, la idea griega presente en toda su literatura clásica. La tragedia griega es a grandes rasgos la lucha del hombre contra las fuerzas colosales, caprichosas e indescifrables de los dioses. Y es tragedia precisamente porque haga lo que haga el bicho humano no podrá escapar de su férreo destino.
Quizás, quien mejor ilustre esta idea de destino es Sófocles y la tragedia “Edipo Rey”; en ella los protagonistas buscan a toda costa huir del camino trazado por el hado, pero ese intento es inútil. Los dioses dispusieron que Layo, rey de Tebas, tendría un hijo que le daría muerte y se casaría después con su madre. Cuando Edipo, su hijo, nació lo entregaron a un pastor para que lo abandone en la montaña pero no lo hizo. Edipo creció en otra ciudad y, ya hombre, en un altercado mató a su padre y se casó con su madre (Yocasta) y tuvo prole y fue rey de Tebas. Cuando la verdad salió a la luz, Edipo horrorizado, se arrancó los ojos.
No hay escapatoria posible a los designios de los dioses. Estamos -para los griegos y tantos otros- como especie humana, prisioneros del destino.

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