Panóptico
ANTONIO CAMOU (*)
Hace exactamente treinta años moría en París, temprana víctima del sida, Michel Foucault (1926-1984). Con su partida, las humanidades y las ciencias sociales perdían a uno de los pensadores más originales, polémicos y revulsivos de la segunda parte del siglo XX. Escritor brillante, investigador minucioso e intelectual comprometido, el autor de “Las palabras y las cosas” (1966) empleó sus mejores energías en iluminar una trama de problemas que hasta entonces permanecían confinados en los márgenes de las disciplinas académicas: el universo de la locura, la enfermedad, la prisión, la sexualidad o “la vida de los hombres infames”. Leído por una pequeña cofradía de iniciados durante la dictadura, la recuperación democrática permitió que sus trabajos circularan con enorme difusión en nuestro medio. Al punto que la obra foucaulteana no tardó en trascender el claustro universitario (el juez Raúl E. Zaffaroni, entre muchos otros, se ha nutrido de su pensamiento) para hacerse un lugar en los más anchos cauces del progresismo vernáculo e, incluso, besó las orillas de la cultura pop. Es recordada, por ejemplo, la admonición que hiciera Fito Páez a mediados de los ochenta (“el militante de izquierda que no lee a Foucault es un pelotudo”) y también es famoso el reconocimiento de Luis Alberto Spinetta, quien escribió los temas de su séptimo álbum de estudio –Téster de violencia (1988)– después de leer al pensador francés. La obra que cautivó la imaginación de los rockeros argentinos y de infinidad de lectores en todo el mundo fue “Vigilar y castigar” (1975), posiblemente el libro más popular de Foucault. Se trata de “una historia correlativa del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar; una genealogía del actual complejo científico-judicial en el que el poder de castigar toma apoyo, recibe sus justificaciones y sus reglas, extiende sus efectos y disimula su exorbitante singularidad”. Aunque ubicada cronológicamente en el tránsito que va de los siglos XVIII al XIX, la investigación proyecta su sombra hacia el presente, ya que en ese período se habría forjado la matriz disciplinaria que –a juicio del autor– pervive hasta nuestros días. No me interesa discutir aquí las sugerentes intuiciones foucaulteanas, sus variadas exageraciones (parcialmente revisadas en la última parte de su vida) o la catarata de simplificaciones que ha generado su lectura; quiero llamar por un momento la atención sobre una figura central de su análisis: el panóptico. Ideado por el filósofo utilitarista y reformador social Jeremy Bentham (1748-1832), que lo bautizó con un particular neologismo (traducible como “el ojo que todo lo ve” o “relativo a verlo todo”), el panóptico es en su origen un esquema arquitectónico de organización de las prisiones, cuya disposición edilicia circular o semicircular permite que desde una torre central un guardia –sin ser observado– tenga una visión completa de lo que pasa en los distintos calabozos. El propio Foucault lo explicaba así: “El edificio periférico está dividido en celdas, cada una de las cuales ocupa todo el espesor del edificio. Estas celdas tienen dos ventanas: una abierta hacia el interior que se corresponde con las ventanas de la torre y otra hacia el exterior que deja pasar la luz de un lado al otro de la celda. Basta pues situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda un loco, un enfermo, un condenado, un obrero o un alumno. Mediante el efecto de contra-luz se pueden captar desde la torre las siluetas prisioneras en las celdas…”. Pero a diferencia de la siniestra distopía plasmada en la novela de George Orwell, 1984, donde el Gran Hermano personifica el vértice aglutinante de un Estado totalitario, el panoptismo de la sociedad contemporánea es más bien una red descentralizada e impersonal de vigilancia, cuyas dispersas “torres” pueden ser habitadas por guardianes de poca monta, oscuros burócratas o banales empleados de un sistema de control social que se vuelve más eficaz en la medida en que se hace menos ostensible. Lo que Foucault tal vez nunca imaginó es que en la actualidad, y por estos arrabales, serían ciudadanos de a pie quienes le demandarían al Estado por la colocación de infinitas cámaras de seguridad: en cada barrio, en cada esquina, en cada casa. Tampoco pudo prever que el tema hiciera causa común entre ciertos discursos presidenciales y los reclamos votados por atemorizados vecinos en los presupuestos participativos de varias ciudades argentinas. Mucho menos aún se le pudo ocurrir que el “ojo del poder” serviría para poner en evidencia la impericia técnica de un árbitro de fútbol o para condenar sin miramientos el artero tarascón a un adversario. (*) Sociólogo. Miembro del Club Político Argentino (CPA)
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