Reconstrucción social

Cuanto más postergue un país los “ajustes”, más penosos éstos resultarán.

En todos los países del mundo ya es normal que algunos individuos y grupos vean mejorar sus condiciones de vida a la vez que otros pierdan terreno -desafortunadamente, la “movilidad social” nunca ha sido una calle de una sola mano-, pero en pocos ha resultado este proceso ser tan evidente como sigue siendo el caso en la Argentina. Por una variedad de motivos, aquí los beneficiados por los cambios han sido relativamente escasos, limitándose a menos del diez por ciento del total, mientras que sectores enteros han estado entre los perjudicados. Según los datos oficiales más recientes, en el lapso de un solo año la cantidad de pobres en la Capital Federal y el conurbano bonaerense aumentó el diez por ciento, de suerte que en la zona en la que se concentra una proporción significante de la población del país ya suman casi 3.500.000 los pobres, de los cuales 921.000 son calificados de “indigentes” por carecer de los recursos necesarios para adquirir una “canasta mínima” aunque, huelga decirlo, perciben lo suficiente como para subsistir.

En parte, pero sólo en parte, este fenómeno trágico es consecuencia de la falta de crecimiento. Sin embargo, aunque la economía pronto comience a disfrutar de una etapa signada por la expansión, será probable que la tendencia negativa continúe durante cierto tiempo, porque la fractura social que refleja es consecuencia de las dificultades que afronta la Argentina para adaptarse a las exigencias cada vez más perentorias del mundo actual. Hasta fines de los años ochenta, el país en su conjunto logró postergar los “ajustes” precisos para adaptarse a las cambiantes circunstancias internacionales, apostando a que en última instancia resultarían innecesarios. Por desgracia, se equivocaron todos aquellos políticos e intelectuales que suponían que el mundo terminaría aceptando sus planteos, razón por la cual las generaciones actuales, a pesar de su falta de preparación, se han visto obligadas a someterse tardíamente y de forma atropellada a una serie de transformaciones que ya han experimentado los países desarrollados que, mal que nos pese, son aquellos que fijan las reglas.

Como es habitual, muchos atribuyen lo que está sucediendo a los errores u omisiones del gobierno del presidente Fernando de la Rúa, lo cual sería razonable si existieran motivos para suponer que de haber obrado mejor hubiera podido impedir que cayeran los ingresos de los “nuevos pobres”. Un tanto más comprensible es la actitud de los muchos que opinan que la responsabilidad es del ex presidente Carlos Menem porque, al fin y al cabo, estuvo diez años en el poder. Sin embargo, ellos también dan por descontado que la Argentina de 1989 estaba en condiciones de estabilizar la moneda y emprender la modernización de un sistema económico ya arcaico sin necesidad de pagar “costo social” alguno. ¿Están en lo cierto? Claro que no. Cuánto más postergue un país determinado los “ajustes”, más penosos éstos resultarán, y la Argentina se las arregló para demorarlos durante décadas en que países comparables, trátese de Italia y España o Australia y Canadá, no se dedicaron a luchar contra la modernidad.

Si bien una recuperación rápida generaría los recursos necesarios para permitir a algunos prosperar y a muchos gozar del nivel de vida al cual están acostumbrados, antes de que la clase media -categoría que en términos económicos incluía a muchos trabajadores fabriles- consiga recomponerse, muchos de sus integrantes tendrán que modificar radicalmente sus propios “proyectos de vida”, privilegiando vocaciones muy distintas de las tradicionalmente favorecidas en nuestro país y por lo tanto adquiriendo nuevas capacidades. Se trata de una necesidad evidente que debería estar entre las preocupaciones principales de todos los “dirigentes”, pero hasta ahora la mayoría de los políticos ha manifestado más interés en “luchar” contra los cambios inexorables que han estado produciéndose, que en hacer lo posible por mitigar su impacto en la vida de millones de ciudadanos y por asegurar que las próximas generaciones estén mejor preparadas para enfrentar los desafíos que les aguardan que aquellas que están pagando un precio muy elevado por la falta de previsión de virtualmente todos los gobiernos del siglo anterior.


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