René Riavitz, una historia escrita entre las nubes

En 1936 empezó a volar y conformó la primera camada de pilotos de Neuquén. Tiene 80 años y un cúmulo de anécdotas vividas en los cielos de la Patagonia.

NEUQUEN (AN).- Fue en la década del «60. René Riavitz había llegado en tiempo y forma al lago Quillén (cercanías de Aluminé) en busca de un gendarme destinado a esa zona. Pero no pudo aterrizar, porque una nube blanca y espesa cubría todos los posibles puntos de anclaje de esa porción de la cordillera de los Andes.

Al mando de su pequeño aeroplano y con la vejiga inflamada, el hombre viró a un lado y a otro y -al fin- apuntó a un potrero verdísimo y despejado que parecía brillar. René había dudado de la maniobra porque ese «campito» ya no era argentino sino chileno.

Como la necesidad era mucha (la vejiga no daba más), Riavitz definió bajar para hacer la descarga y enseguida volver a la pequeña nave.

Apenas tocó tierra, varios puesteros trasandinos aparecieron a su alrededor como por arte de magia.

-Oiga don ¿Quiere que le avisemos a los carabineros? ¿Anda buscando auxilio? ¿Necesita ayuda?, le preguntaron al piloto, quien no supo cómo explicarles cuál era la urgencia. Disimuladamente, René hizo lo que tenía que hacer, volvió a su habitáculo y terminó la misión en Quillén, trasladando al gendarme hasta Neuquén.

Apenas 24 horas después llegó a su manos un ejemplar del diario La Nación. El titular decía más o menos así: «Misterioso avión argentino extraviado en la cordillera chilena», se ríe Riavitz cuando recuerda la anécdota que derivó no en un reclamo pero sí en un pedido de explicación diplomático de un país al otro.

Las aventuras de éste y de otro calibre se cuentan por decenas en la historia de este piloto neuquino que ya es parte de la historia de esta provincia. Es más, si hay que identificar a un piloto con esta provincia sin dudas que ése René Riavitz.

En abril «El don del vuelo» cumplió 80 años que no se le notan, para nada.

El hombre empezó a volar en 1936 y junto a otros cinco muchachos de entonces conformó la primera camada de pilotos recibidos en el aeroclub Neuquén.

«Fueron épocas muy buenas con muchos maestros maravillosos, como Etchemaite que fue mi instructor», recuerda Riavitz quien además de su colección de anécdotas es conocido por esquivar periodistas.

«Cuando me ponen micrófono adelante no sé que hacer, no sé qué decir», afirma René, y enseguida recuerda a su hermano Rodolfo, fundador del Canal 7, quien «era todo lo contrario, tenía otro roce».

Así es el piloto neuquino, así es el hombre que gasta las tardes en el tallercito fabricando réplicas de viejas hélices o reparando cuanto cachivache le llegue a las manos.

Para no extrañar el ruido de los aviones, el hombre de andar seguro y gestos sencillos vive en el barrio Carnaghi (o Aeroclub) que está a pasitos nomás del aeropuerto internacional Juan Domingo Perón de esta ciudad. Por alguna frecuencia radial, René se entera de dónde viene o adónde van las naves que pasan por el techo de su chalecito.

«Yo no vuelo, hago la comida, tiendo las camas… quehaceres domésticos, digamos», afirma convidando sonrisas.

Durante 30 años, Riavitz le enseñó a volar a un pequeño ejército de pilotos locales. ¿Cuántos?, no sabe, no quiere ni le interesa saberlo: «Son muchos, muchas personas muy buenas», se limita a decir el hombre al que no le gusta hablar sobre sí mismo y que no se reconoce proeza alguna.

«Tiene medallas de las que le pidas, casi todas reconocimientos, sé que ha rescatado gente y que hizo un montón de cosas que no le gusta contar», advierte Pedro Tecles, su sobrino político.

En 1960, René Riavitz sin saber más que «yes» y «no» viajó hacia Arkansas (Estados Unidos) a buscar un Beetchcraft que había comprado el aeroclub. Hizo los trámites, compró algunas pilchas, cumplió con algunos pedidos y al mando del pequeño avioncito unió al país del norte con la Patagonia. Aprendió a bailar cumbia en Colombia, estrechó lazos con mexicanos, panameños y venezolanos y al fin llegó a su provincia, sano y salvo al cabo de un total de 50 horas de vuelo.

A pesar de una bien ganada fama de ermitaño y de que no tiene problemas de salud, un sobrino lo acompaña en su vivienda, donde se destacan imágenes de aviones de todo tipo y -sobre todo- un poster del Barón Rojo.

Hay días en los que camina hasta el aeroclub a recordar tiempos no tan lejanos, cuando con sus camaradas gastaban las mejores horas en ese rincón a medio camino entre confitería y quincho que habían bautizado el «Mamódromo».

Las cosas son distintas: antes de llegar a los hangares del aeroclub que él mismo fundó tiene que flanquear a los efectivos de la policía aeronáutica. Unos pocos lo identifican. Otros directamente le preguntan si se ubica o si necesita que lo acompañen.

«Algo conozco», suele responder René a quien, está claro, no le gustan las estridencias.

Rodolfo Chávez

rchavez@rionegro.com.ar

El hombre de los ojos de águila

NEUQUEN (AN).- René Riavitz no se privó de nada estando en el aire. Sus amigos recuerdan que era capaz de «estacionar» en cualquier parte. En más de una oportunidad bajaba en las desaparecidas costas del río Limay, en el lugar donde ahora se levanta la represa de El Chocón. Lo hacía para pescar, tranquilo y a la sombra de su avioneta.

Sus hermanas sin edad (Nelly y Noemí) pero menores que él cuentan que René siempre tuvo una vista espectacular. Una vez, el viento hizo que se volara el casco de cuero en pleno vuelo. El casco color tierra cayó en la tierra entre matorrales y árboles que tenían un color uniforme. René dio volvió y dio unas tres o cuatro vueltas sobre el sector que suponía había caído el casco protector y lo identificó de una altura de entre 80 y 100 metros. Bajó unos metros más allá y lo fue a buscar.

«Era un águila», define Pedro Tecles. El piloto jubilado, nacido en Ingeniero White en 1922 pero vecino de Neuquén desde que tenía cinco años, cuenta que cuando era pequeño le gustaban mucho los autos de carrera. Pero con el tiempo los aviones lo fascinaron. Su primera incursión fue con el instructor Juan Etchemaite, quien abajo le recomendó que ate bien y que tenga bien plegado el paracaidas.

«Yo me preguntaba para qué quería que me ate tanto pero cuando quedé cabeza para abajo me dí cuenta enseguida. El problema, más allá del mareo al principio, fue que en el piso del habitáculo había un montón de tierra y basura que me cayó encima», explica el hombre que fue feliz entre las nubes. Riavitz recuerda los esfuerzos de su padre -que era empleado de la gobernación- para pagarle el curso de piloto y también la colaboración que recibió de Vicente Chrestia «quien me ayudó para que lo terminara». Mientras habla pide que también se nombre a otros viejos valletanos del aire: Juan Carlos García, Juan Etchemaite, Francisco Mazzini…Figueroa, Castrito….», enumera. Enseguida reserva un párrafo para Raúl Mantecón, un amigo que falleció el 14 de abril de 1949 ahogado en el río Negro luego de que su avioneta se prendiera fuego. «Uno siempre está expuesto cuando está en el aire, hay que estar atento y también tener suerte porque hay cosas que no se pueden evitar», explica.

A lo largo de vida como piloto René acumuló anécdotas de todo estilo.


NEUQUEN (AN).- Fue en la década del "60. René Riavitz había llegado en tiempo y forma al lago Quillén (cercanías de Aluminé) en busca de un gendarme destinado a esa zona. Pero no pudo aterrizar, porque una nube blanca y espesa cubría todos los posibles puntos de anclaje de esa porción de la cordillera de los Andes.

Registrate gratis

Disfrutá de nuestros contenidos y entretenimiento

Suscribite por $1500 ¿Ya estás suscripto? Ingresá ahora