Federico voló en parapente hasta sufrir un accidente, pero sigue enseñando: «Disfruto ver volar a un alumno porque intuyo lo que siente»
Federico de la Mano es barilochense por adopción e incursionó en este deporte cuando recién comenzaba en Europa. Se lesionó la médula en un vuelo en España y ya no pudo volar, pero sigue transmitiendo su pasión a través de sus alumnos.
Federico de la Mano acaba de regresar a Bariloche de su último viaje a Iquique, una ciudad costera en el norte de Chile, al oeste del desierto de Atacama, donde dictó un curso de parapente. «Es uno de los mejores lugares para volar. Esta zona, en cambio, es complicada para dar cursos por el viento. El parapente es una aeronave lenta y cuando sopla el viento a más de 25 kilómetros por hora se pone al limite. Un piloto pro puede volar con 30; pero los movimientos del aire se ponen más bruscos», señala este piloto de 58 años.
Incursionó en el deporte cuando empezó a cobrar visibilidad en Europa en los 90, lo practicó como hobby hasta que emprendió un camino como instructor y voló hasta que un accidente aéreo le produjo una lesión en la médula. Nunca perdió su pasión por el deporte.
Federico nació en Haedo, provincia de Buenos Aires. «Cuando fui mayor, me robaron tres veces y decidí irme. Contaba con la doble nacionalidad italiana y me llamaron de una fábrica de helados de Alemania donde trabajé tres años», cuenta.

A principios de los 90, el parapentismo era un deporte incipiente, pero rápidamente se extendió por Los Alpes. En Europa, Federico consiguió un equipo de segunda mano, a través de los clasificados del diario, y un libro de instrucciones en italiano. «En ese momento, el programa televisivo La Aventura del Hombre, con Pancho Ibáñez, mostraban como novedad los primeros vuelos en parapente y yo flasheaba. Me parecía algo de otro planeta. Estando en Europa vi que era accesible y me pregunté por qué no», señala.
Su primer despegue fue en Selva Negra, al suroeste de Alemania. «A prueba y error, salí volando. Estaba solo y para despegar en Selva Negra tuve que correr a un rebaño de ovejas. El desconocimiento te aleja del miedo. Aumenta el riesgo, pero no lo sabes», indica. Compara los inicios del parapentismo con el esquí: «Hoy un esquiador no va a la montaña sin un equipo, pero Otto Meiling usaba esquíes de madera, botas de cuero y pullover de lana. Y no era un loco. Era lo que había. Todas las actividades comienzan así, después evolucionan y mejoran».

La sensación de ese primer vuelo le resultó inolvidable: «Es como volar, tu cuerpo no pesa, bajás rápido. Ni respirás de tanta felicidad«.
Luego de su paso por Alemania, se radicó en Bariloche donde lleva 34 años. «El parapente se convirtió en mi pasión, aunque hace 13 años tuve un accidente que lastimó mi medula. De repente, todo cambia. Tu cuerpo cambia; tu vida cambia«, lamenta.
De un práctica deportiva a fuente laboral
El parapente fue solo un deporte para Federico los primeros años. «Estaba más preocupado por sacar la parva de mosqueta del terreno que había comprado para dejar de alquilar y en encontrar mi camino laboral. Esos años volé poco hasta que empecé a hacerlo más seguido«, recuerda.
En 2000, hizo un vuelo de 150 kilómetros desde Chacharramendi a 25 de Mayo, en La Pampa. Pensaba que había logrado el récord de distancia, pero resultó que alguien más había volado 170 kilómetros en la provincia de Buenos Aires.

Federico descarta hablar de lugares arriesgados para volar, pero pone el foco en contar con herramientas para minimizar los riesgos. «Si un novato, vuela en un lugar popular sin estudiar la aerología o el clima, se arriesga. Con herramientas, el riesgo es menor«, define.
Describe a Bariloche y la región como «uno de los lugares más bonitos del mundo para volar» por ser «virgen»: «Desde el cerro Otto se ven lagos, glaciares, la cordillera, la estepa, los cóndores. Suiza es muy bonito pero siempre ves un centro de esquí, una represa, una línea de alta tensión. Y el cielo europeo está repleto de aviones».
Hasta 2003 el parapente solo fue un deporte para Federico. Un cambio en su situación laboral lo llevó a iniciar el camino como instructor. «Nunca lo planeé. Un amigo me prestó su biplaza, empecé a volar con gente y me di cuenta que era hermoso compartir el deporte que siempre había practicado solo. Sentía un enorme placer al salir a volar con alguien que encima me pagaba«, confiesa.
Ejerció hasta 2012 cuando sufrió un accidente durante un vuelo en España. Aún hoy no sabe qué pasó, pero desconocer la causa ya no lo atormenta como en un primer momento.

«Estaba guiando a dos pilotos de poca experiencia desde mi parapente. Después de volar 40 kilómetros, aterrizaron bien. Mi día laboral había terminado y decidí seguir hasta Cataluña. De pronto, vi un pueblo que no reconocí y me saqué los lentes. Sentí algo que subestimé pensando que era cansancio. Seguí volando, elegí un lugar pequeño para aterrizar y no recuerdo nada más«, detalla.
Al despertar, solo recuerda que lo llevaban al quirófano. «No entendía nada, estaba bajo el efecto de los sedantes hasta que, en terapia intensiva, alguien me dijo: ‘Tuviste una lesión medular grave. Te vamos a operar’«, expresa.
Las lesiones medulares, acota, muchas veces, llevan al olvido de ciertas situaciones. Y Federico no recuerda absolutamente nada. «Puede ser que me haya desvanecido porque mi equipo estaba impecable y tenía los lentes puestos. Solo tenía dos marcas en el casco y una cervical rota. Puedo haber caído de espalda. Ni siquiera puse las manos y el peso del cuerpo comprimió la cervical«, comenta.

Al saber que no volvería a caminar, le surgieron todo tipo de preguntas. «De pronto, todo cambia. Yo me preguntaba si podría ir al baño solo o necesitaría ayuda toda mi vida. Es como cuando te golpeás el codo y te queda ardiendo unos minutos. Así, pero con todo el cuerpo«, describe.
A 13 años del accidente, sigue trabajando como instructor con la misma pasión de siempre, aunque ya no vuela. «No me cuestiono nada aunque nunca terminás de aceptar esta nueva vida. Mi historia anterior es tan distinta que cuesta aceptar esta nueva«, dice. Asegura que todo se vuelve algo más complicado, incluso viajar con la silla de ruedas. O dictar los cursos en Iquique, donde abunda la arena.
«Me encantaría recuperar mi cuerpo y seguir volando. La actividad nunca dejó de gustarme, solo cambié yo. Me gustaría ayudar a gente que pasa por una situación similar. Una de las personas que más me ayudó fue una psicóloga que tuvo una lesión medular. Me gustaría aprovechar esta mala suerte que tuve para acompañar o aconsejar a quien lo necesita», indica.
¿Qué disfruta más? Se le consulta y la respuesta es contundente. Fuerte, impactante. «Disfruto ver volar a un alumno y verlo aterrizar. Comparto esa felicidad del otro aunque ya no pueda volar. Al verlos en el aire intuyo lo que sienten. Es como si yo volara con ellos», concluye.
Federico de la Mano acaba de regresar a Bariloche de su último viaje a Iquique, una ciudad costera en el norte de Chile, al oeste del desierto de Atacama, donde dictó un curso de parapente. "Es uno de los mejores lugares para volar. Esta zona, en cambio, es complicada para dar cursos por el viento. El parapente es una aeronave lenta y cuando sopla el viento a más de 25 kilómetros por hora se pone al limite. Un piloto pro puede volar con 30; pero los movimientos del aire se ponen más bruscos", señala este piloto de 58 años.
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