La memoria de Cordero en primera persona: la historia de Diego Alaimo

Llegó desde Italia siendo joven y, con los años, se formó como mecánico, paramédico y enfermero.

Por Juan Pablo Iozzia

Entre motores, chacras y memorias, Diego Alaimo es parte viva del pulso de Contralmirante Cordero. Llegó desde Italia siendo joven y, con los años, se formó como mecánico, paramédico y enfermero. En su voz se mezclan el olor a pasto cortado, el eco de los galpones de empaque y ese cariño sencillo por un pueblo que eligió como propio.

Ya es la segunda pava que baja del fuego, y el mate humea entre sus manos curtidas. Ahí, mientras se oyen pájaros y algún motor viejo acomodándose a la tarde, Diego empieza a desgranar su historia. “Nos quedamos en Cordero porque acá teníamos familiares y porque mi papá consiguió trabajo enseguida. A los 18 estudié mecánica, me recibí y arranqué a laburar. El lugar nos gustaba: estaba rodeado de chacras y trabajo no faltaba”, recuerda con una sonrisa que parece venir de otras temporadas de cosecha.

Los primeros años fueron de movimiento y abundancia. Las chacras respiraban vida; los galpones de empaque hervían de gente y el pueblo se llenaba de acentos que venían de todas partes. “En esa época llegaba mucha gente de Chile y de provincias como Entre Ríos, Corrientes o Tucumán. Había tanto trabajo que la mano local no alcanzaba”, cuenta. Hoy, sin embargo, la postal es otra: “Con el tiempo, muchas chacras fueron desapareciendo para dar lugar a viviendas, y la producción cayó. Eso me da tristeza. Lo ideal habría sido poblar la zona de bardas y mantener viva la producción”. Más allá de eso, enseguida rescata el corazón del lugar: “Lo que no cambió es el espíritu de pueblo chico, donde todos nos conocemos y nos saludamos. Eso sigue firme, y es lo más valioso”.

El cariño que Diego siente por Cordero es profundo, de esos que se cosechan despacio. “La gente siempre nos trató muy bien. Más allá de las bromas de los chicos, nos recibieron con afecto y enseguida hicimos amigos. Era —y sigue siendo— un pueblo lleno de buena gente”, asegura. Pero también mira hacia atrás con cierta nostalgia el pasado productivo del pueblo: “Llegamos a tener seis galpones trabajando a pleno, y hoy solo queda uno, que funciona como cooperativa. El resto se vino abajo”. Su tono no es de queja: es la voz del que vio todo, y aún así sigue apostando.

A los 35 años decidió pegar un volantazo. “Me formé como paramédico y después como enfermero. A los 42 comencé a trabajar en un servicio de emergencias en Neuquén porque acá el trabajo era escaso.” Desde ahí, deja un mensaje claro para los que vienen: “Ojalá que las próximas generaciones recuperen la cultura del trabajo. Que haya empleo estable, que nadie tenga que irse. Cordero tiene todo para crecer: solo hace falta volver a creer en el esfuerzo y en el valor de la comunidad”.

Cordero cambió, sí. Pero Diego sigue firme, como esos árboles que vieron pasar tormentas, veranos y nuevas familias. Entre talleres que ya no suenan igual y chacras que quedaron en el recuerdo, conserva la esperanza de un pueblo que alguna vez fue sinónimo de esfuerzo y que todavía late, tozudo y noble, en cada vecino que decide quedarse.


Por Juan Pablo Iozzia

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