Vecinos de otro tiempo en Cipolletti: la partera y el kioskero que competía con las primicias de “Río Negro”
Integraron la comunidad que habitó las calles de Cipolletti hace medio siglo. Hoy ya no están pero quedó el registro de los desafíos de su época y también de su vocación, en un contexto que los obligaba a poner ingenio para salir adelante.
Nacida en Rusia, criada en Buenos Aires, María Litschitz llegó a Cipolletti con 37 años, venida nada menos que de París. Corría el año ‘39 y según su memoria, “el pueblo era campo, terrenos baldíos, no había asfalto y corría agua junto a la calle por los canales que luego fueron cubiertos”, lo describió.
Era invierno y llovía el día en que ella completó en la estación local su viaje de 33 horas hasta este punto de la Patagonia. El contraste con las ciudades a las que ella se había acostumbrado era grande, pero su principal inquietud fue saber “¿dónde están las mujeres?”.
Recibida de partera en la capital federal, esta profesional necesitaba trabajar para vivir, algo que no había podido hacer en Francia por ser extranjera, según contó en la entrevista que “Río Negro” publicó en 1976. Así que poco se preocupó por la sencillez que la rodeaba.
Pronto supo que en aquel incipiente caserío de apenas 4 mil habitantes los tres médicos que ya ejercían no querían sumar a una partera. Peor aún, más de uno se rió cuando ella planteó la necesidad de tener una sala sanitaria para recibir a sus pacientes. A pesar de todo, ella caminando, empezó a cumplir con su labor. “Me conozco todos los terrenos de Cipolletti, ¡me los conozco todos!”, remarcaba.

Atendió a sus primeras embarazadas en hogares de paja, ranchos, galpones de lata, ni siquiera de adobe, hasta que una década después se consiguió un espacio de primeros auxilios, con donaciones de la comunidad israelita y hasta la bendición del sacerdote católico.
En sus años de experiencia todo fue útil para llegar a tiempo a un parto: ir a pie, en sulky o en carro, para ayudar a pujar iluminadas con una lámpara de querosén y hasta con velas.
No faltaba el que le pedía remedios caseros con yuyos y otros que le imploraron para que les saque una muela, “total creían que era lo mismo, porque sabían que yo había estudiado”. “Una vez vino un señor a buscarme y me quiso llevar a caballo hasta una chacra de Fernández Oro, aunque él ya era cliente de otra colega. Como yo me negué, el hombre fue a la comisaría y volvió con un vigilante para obligarme”, recordó. Ella finalmente accedió y pese al inicio conflictivo, terminó ayudando a la familia con ese y los demás hijos que sumaron con el tiempo.
La formalización académica de la enfermería fue otro de los avances que María celebró, después de décadas de tener que enseñar a las trabajadoras que la asistían, avaladas sólo por la experiencia. En medio de ese sacrificio, la sostenía pensar que “tenía muchos hijos”, esos hijos que ella había “ayudado a nacer”. “¡Hice nacer a un ejército!”, remarcaba orgullosa.
El dueño de la primicia

La esquina de calles Roca y Villegas guarda mucho más que el recuerdo de esas golosinas desaparecidas que los cipoleños atesoraban hace 50 años: detrás de su mostrador, que antes daba a la vía pública, supo lucirse la chispa de un uruguayo de nacimiento, argentino nacionalizado, que se ganó un lugar en la comunidad por ser quien informaba las novedades que afectaban a su ciudad, en las pizarras de su negocio.
Ángel Eroza Cucchi era este comerciante, nacido en 1915 y que entre todo tipo de artículos vendía cada mañana el “Río Negro” en su kiosco “Alto Valle”, junto a sus hijos mayores. Había juntado experiencia en Roca, Allen, Cinco Saltos, Campo Grande y Fernández Oro y era “Contratapa” el nombre con el que había bautizado a este hobby, aludiendo al rol que tenía esa página en el diario impreso de ese entonces, porque allí era “donde se publicaban las últimas y buenas noticias”, explicó. A eso se sumaban los datos que todas las instituciones de la ciudad llevaban para que él las diera a conocer.
Participante de grupos como el Coro Polifónico y protagonista de una foto junto a los doctores Pedro Moguillansky y René Favaloro, cuando el cronista de este medio le consultó qué novedades prefería, respondió convencido: “Todas aquellas que signifiquen progreso, tanto espiritual, cultural o material”.
Nacida en Rusia, criada en Buenos Aires, María Litschitz llegó a Cipolletti con 37 años, venida nada menos que de París. Corría el año ‘39 y según su memoria, “el pueblo era campo, terrenos baldíos, no había asfalto y corría agua junto a la calle por los canales que luego fueron cubiertos”, lo describió.
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