Soy así

Columna semanal

Por Redacción

El disparador

Trabajo en un bar pequeño. Todo el tiempo sucede algo, aunque solo me entero de la mitad. A veces ocurre en un segundo plano, medio nebuloso. Como el tren que pasa cada cinco minutos frente al bar, apenas cruzando la calle. Cada vez que un cliente me pregunta si no me molesta escuchar el tren todo el día, vuelvo a confirmar dos cosas: que lo tengo tan incorporado que casi no registro el ruido y que, en realidad, lo que me fastidia son los clientes. Pero eso no se los digo.

Termino de limpiar una mesa y voy al mostrador, porque entró una anciana que viene por primera vez. La gente mayor me da ternura, me predispone a atenderla aún mejor. La mujer es petisa, robusta, con formas redondeadas. Parece una estatua de Botero. Pide una ensalada de hojas verdes. Intuyo que quiere descontar los varios kilos que le sobran pero compruebo mi error enseguida, cuando ordena una porción de lemon pie que le durará menos que un caramelo.

Se ubica en una mesita. Más bien parece un elefante. Deglute la torta en tres bocados. Qué rápido viajó ese lemon pie hasta su estómago. No importa que sea gorda, pero, me pregunto, ¿nadie le dirá a esta señora que no es necesario comer con la boca tan abierta? Su garganta es un túnel que al final no tiene luz, sino una campanilla -por encima de la raíz de la lengua- y las amígdalas a punto de estallar.

La anciana vuelve al mostrador para retirar su pedido y agrega a su pedido una porción de mousse de chocolate, para llevar. No puedo dejar de mirar el resto de merengue que tiene debajo de la nariz, que le pinta medio bigote de blanco. Al menos le tapa los pelos.

-Estoy esperando el vuelto, nena -me dice la anciana.

-Aún no me pagó, señora.

-Sí, te di cien pesos.

Un pibe, que lleva como tres horas en el bar, me hace gestos. Qué pesado, por favor, un poco de paciencia. Insiste y le presto atención. Veo que levanta y arquea las cejas para que yo mire hacia la mesa donde la señora había engullido el lemon pie. Rodeado de migas, descansa el billete de cien. Le agradezco al pibe y me da bronca que la señora no solo no se disculpe sino que, además, me reclame que su ensalada es chica. Le digo que todas las ensaladas tienen el mismo tamaño. “La del muchachito ese parece más grande que la mía”, insiste ella y se va refunfuñando algo que no llego a oír.

El pibe, con el pocillo de café vacío, se acerca al mostrador y me dice que quiere probar los nuevos croissant de almendras y crema. ¿En qué momento empezamos a decir medialuna en francés? Cuando lo miro me doy cuenta de que en realidad no es tan joven. El tipo debe andar por los 45 años. Me parece que se hace el canchero, y eso un poco me gusta. Le explico que los cruasán los hacemos únicamente los sábados.

-Preparame dos docenas, mañana los paso a buscar.

-Pero nunca los probaste, ¿y si no te gustan?

-Yo soy así. Con el vino hago lo mismo: miro la etiqueta y ya sé si me va a gustar. Entonces pido una caja y después siempre me gusta.

El tipo deja cien pesos de seña y se va, avisando que volverá mañana temprano. En mi cabeza resuena el “soy así” del tipo. ¿Así cómo? El bar queda vacío. Pasa el tren, que hace bastante ruido, y me pregunto cómo soy yo.

Por Juan Ignacio Pereyra (pereyrajuanignacio@gmail.com)


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