Tóxicos

Hacia 1850 Ludwig Feuerbach, filósofo y antropólogo alemán, en su escrito “Enseñanza de la alimentación” expresó: “Si se quiere mejorar al pueblo, en vez de discursos contra los pecados denle mejores alimentos. El hombre es lo que come”. Pero ¿qué pasa cuando todo lo que ingerimos, incluida el agua porta veneno? ¿Somos tóxicos? Aparentemente sí.


Desde 1962, en Argentina y con la aprobación de SENASA, el “clorpirifós” (un plaguicida organofosforado de amplio espectro y barato, que se aplica para el control de numerosas plagas –insectos y ácaros–, principalmente en cultivos de soja, maíz, trigo y girasol) tiene presencia residual en casi todas las frutas, verduras, hortalizas y granos que consumimos y en el agua. Como todos los de su clase, el clorpirifós (que fuera usado en la II Guerra Mundial como “gas nervioso”) es un neurotóxico de efecto acumulativo e irreversible que origina lesiones cerebrales y mutación embrionaria. Su grado de peligrosidad ha llevado a la UE a prohibir su uso a partir de enero del 2020.


En Argentina aún está permitido su uso rural (el domiciliario se reglamentó en el 2009) importándose en el 2017 unos 278 millones de kilos, siendo la provincia de Buenos Aires su principal destinataria. Tanto en alimentos, tierra o agua, las mediciones residuales en nuestro país superan en un 40% a un 100% los valores “seguros” permitidos, evidenciando la contaminación de cosechas, del ambiente y una alerta para la salud de los argentinos. Más allá de la ética, sentido común o bienestar; económicamente, la continuidad del uso de este agroquímico garantiza el futuro y fundado rechazo de todo producto alimentario argentina con trazas de “clorpirifós” .


No parece ser buen negocio el sembrar veneno para cosechar enfermedad o fracaso. Aguardamos por una reglamentación que prohíba completamente su utilización en nuestro país y se haga cumplir.
Karina Zerillo Cazzaro
DNI 21653863


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