Ultraambientalismo: una taxonomía perversa

SERGIO USERO (*)

Es llamativa la tarea del taxonomista: nombra, clasifica, establece jerarquías y obsesivamente anhela mantener una distribución y ordenamiento de las cosas en el mundo. En este esquema, a cada cosa le corresponde su casillero. En el inventario taxonómico del ingeniero Sapag es posible que “El nacimiento de la tragedia” de Nietzsche y “Ser y tiempo” de Heidegger estén pinchados con alfileres. No es mi intención realizar aquí una apología de estos filósofos, pero aquellas corrientes que tildan a Nietzsche de inspirador del nazismo, como señaló Sapag en su columna “Ultraambientalismo”, no deben ser entendidas simplemente como un gesto de ignorancia sino como un intento de impugnar una filosofía que se fuga de todo moralismo perverso. Este filósofo alemán del siglo XIX ha sido objeto de las más variadas interpretaciones, incluso el nazismo creyó encontrar en él los fundamentos de su “fanatismo germánico”, como el propio Nietzsche denominó a ese delirio racista que ya germinaba en la Alemania de su tiempo. Pero ligar el pensamiento nietzscheano al episodio más atroz del siglo XX es producto de la misma interpretación fascista que quiso apropiarse de él. Quienes afirman que las teorías del “superhombre o de la “voluntad de poder” incitan a la ficción de una raza superior ignoran el verdadero sentido que el filósofo del martillo les daba, entendidas como un llamado a no dejarse arrebañar. En síntesis, Nietzsche se inscribe en una línea estimulante para el espíritu libre que incluso hoy nos pone cara a cara con esa constante empresa de los Estados modernos, toda vez que inventaron sus instituciones con el fin de domesticar y someter la existencia a valores trascendentales. Para ser más rigurosos con la historia, el nazismo fue una expresión paroxística del Estado, lo cual exige atención cuando se esgrime al Estado como la garantía contra todos los males sociales. El campo de concentración y el gulag soviético no fueron invenciones marginales sino desenlaces del Estado devenido máquina despótica y expresiones concretas de racionalidades específicas. El terrorismo de Estado que vivió nuestro país es otra patética manera de ejemplificar estas derivaciones o, para dar un ejemplo más cercano, el asesinato del maestro Fuentealba fue producto de un Estado homicida y cabe preguntarse si sacrificar vida a cambio de crecimiento económico conforme a concesiones permisivas, represiones y avasallamiento de territorios no es una vuelta de tuerca de una estructuración histórica de un sistema de dependencias de la cual los Estados, sus gobiernos y los políticos de profesión no son ajenos. En resumen, el Estado no es una solución mágica, debe ser entendido como un escenario de relaciones de fuerzas, admitiendo que no todos pensamos igual. En sus notas Sapag despliega el enfoque de una taxonomía social que apela a rotulaciones ligeras (posmodernos, ultraeco, conservadores, fragmentarios, asambleístas focalizados, etcétera), pero ¿qué busca con estas designaciones? ¿A qué se refiere con ultraambientalismo? Se esfuerza por rebatir a supuestos ecologistas radicales, pero claramente va en contra de todos los que se manifiesten para impedir las prácticas de un modelo que ha dado suficientes muestras de su incapacidad para preservar un ambiente sano. Como el propio Sapag dice, “se centran en temas muy acotados como concentración de minerales con cianuro, explotaciones off shore y, recientemente, fracturación hidráulica de yacimientos de hidrocarburos”. Es decir, en un mismo casillero son colocados todos los que demuestran preocupación por estas modalidades extractivas que están siendo suspendidas y prohibidas en los países industrializados pero que se acrecientan en el nuestro. El bumerán retórico que lanzó podría devolverle el golpe si pensamos que el aumento de las posturas en defensa del ambiente es en definitiva la contrapartida de la radicalización de las prácticas perjudiciales contra el mismo. Por otra parte, Luis Sapag expresa un insistente rechazo por las decisiones tomadas en asambleas, para él “participación popular no significa asambleísmo sino todo lo contrario”, y sugiere que la democracia directa se presta a confusiones. Sin embargo, la democracia directa no es una deriva patológica de la democracia sino su germen. Es verdad que cuando el demos fue tan numeroso que ya no entró en la plaza se apeló a la representación política, pero en las bases genealógicas de la democracia encontramos gente deliberando que decidía su destino, que era el de la polis. Caracterizar como “asambleísmo focalizado” resoluciones populares como el pronunciamiento de la mayoría de los habitantes de Loncopué al rechazar la megaminería en su localidad es un indicador de intolerancia que Sapag desliza por las movilizaciones sociales que se oponen a eso que concibe como “el mínimo impacto”. ¿Cuántos casos de cáncer son admisibles en un mínimo impacto ambiental? ¿Cuánta sangre envenenada por metales pesados? ¿Cuántos millones de litros de agua contaminada pueden ser admitidos en esa lógica de eventualidades y daños colaterales? Es hora de que en esta discusión intervengan aquellos que Sapag llama peyorativamente ultraeco, focalizados, elites contraculturales y académicas, minorías intensas, militantes del antidesarrollismo y cosas por el estilo. Si, en efecto, su criterio de “disenso serio” admite revisar el régimen de verdad al que pertenece, tal vez comprenda que todo sistema de clasificación se viene abajo cuando las anomalías comienzan a ser más importantes que la regla que intenta normalizarlas. (*) Licenciado en Filosofía

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SERGIO USERO (*)

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