Un asentamiento en Cipolletti que acunó a tres generaciones

Se trata del barrio Labraña de la ciudad de Cipolletti. Elena vive allí con sus hijos, nietos y bisnietos. Llegó hace 46 años.

HISTORIAS DE VIDA

CIPOLLETTI (AC).- “Y todavía falta que llegue más gente”, dice Elena Carrera, madre de diez hijos, abuela de 44 nietos y bisabuela de 31 pequeñines.

La mitad de todos ellos viven en el barrio Labraña. Esas tierras, que alguna vez estuvieron decoradas de montes frutales y de un río cristalino, vio crecer a cada uno de ellos y contuvo sus primeros pasos.

Elena asegura que tuvo la oportunidad de vivir en otro lugar pero que decidió quedarse allí. “Cuando me muera quiero que me entierren acá”, dice convencida.

La mesa extensa espera a los invitados. Una fuente con tortas fritas y otra con empanadas están apoyadas sobre el mantel blanco que reluce con el cálido sol del mediodía. Los hijos van llegando de a poco, algunos se levantaron bien temprano para acompañar a su madre en los preparativos. Las jóvenes cuidan a sus niños mientras los tienen “a upa”.

Durante la semana trabajan todos, por eso queda más cómodo conocer a toda la familia un fin de semana, cuando la mayoría está más distendido y tiene un momento para juntarse, más los sábados, que es el día que juegan al fútbol con su equipo “Huenchul”. (Ver recuadro)

Elena está acompañada por su nieta, Micaela. Esa niña que a los cuatro meses de vida perdió a su mamá Marcela por una enfermedad repentina y fue criada, junto al resto de sus hermanos, por la numerosa familia. Hoy, con 17 años, convive con su abuela que hace algunos años se mudó con Micaela y la ayuda con las tareas del hogar.

La historia comenzó hace 67 años, con el nacimiento de Elena, una mujer amable, que abrió por primera vez sus ojos en Leuto Caballo, un paraje ubicado en el norte neuquino. Las muchas mudanzas de sus padres hicieron que llegue hasta Taquimilán, otro pequeño lugar cercano a la ciudad de Chos Malal.

Allí conoció a su marido, su compañero de años, que luego de criar a sus hijos y por “cosas de la vida”, hicieron que cada uno tomara su rumbo.

Daniel, el primogénito y Sofía, de tres meses vivieron la llegada al Alto Valle. Según cuenta Elena el primer tiempo la soledad hizo de las suyas. Aunque acá tenía a sus padres y a su marido ella lloraba cada vez que miraba el cielo pensando en esos paisajes que le regalaron sus primeros años de juventud.

“Me quería volver a Taquimilán pero allá no había trabajo y la cosa estaba muy difícil”, recuerda con fotos entre sus manos. Las cosas cambiaron cuando ambos consiguieron un sueldo para soportar el mes.

Luego de arduos trabajos, su padre compró una hectárea en el barrio Labraña y les cedió esas tierras para que puedan vivir allí, hace alrededor de unos 46 años, hacia fines de la década del 60. “Puse cuatro chapas y varias bolsas de tela, así hicimos nuestra casa”, relata Elena. Esa casa fue testigo de la llegada de su tercera hija, Ester, que dice que no nació en el hospital “porque su madre no llegaba” para parir allí. Ni los caminos y el transporte en aquellos tiempos eran como se los ve hoy. Las urgencias, en muchos casos, se solucionaban en casa.

Esta claro que en ese entonces el barrio Labraña no se mostraba con la densidad que en la actualidad presenta. Comenzó a habitarse a mediados de 1940 con obreros que trabajaban en chacras aledañas. La mayor parte de ellos tomaron las tierras en forma pacífica y construyeron allí su primera casa. Según Pablo Lumerman, mediador e integrante del equipo colaborador de Cáritas, el Labraña está constituido como un barrio pero no está reconocido como tal. Increíblemente, con más de 70 años de antigüedad aun no se sabe con exactitud quien es el dueño de esas tierras, aunque suponen que son propiedad de la provincia. Lumerman explica que la mayor necesidad de los vecinos nace de la falta de servicios, como el gas y las cloacas. Esto provoca numerosos problemas de salud, devenido de la contaminación que emerge del canal Los Milicos, y que continuamente es denunciada por diversos sectores sociales.

El barrio Labraña, ubicado al suroeste de Cipolletti sobre la costa del río Negro, fue uno de los primeros sectores de la ciudad que comenzaron como asentamientos. Hoy viven más de 300 familias en unos 120 lotes, lo que muestra la precariedad en la que muchos habitan, también en otros sectores de la ciudad.

Volviendo a Elena. La mayor parte de sus hijos se fueron sumando a las tierras del barrio construido en base a esfuerzo y alegrías que les fue regalando en los primeros momentos de la infancia.

La canchita de fútbol, las tierras secas de polvo, los pocos vecinos, la tranquilidad de las chacras, el disfrute de dar chapuzones en un transparente río y el poder correr libremente sin temor a nada, fueron tan sólo algunas de las virtudes que presentaba Labraña.

Los recuerdos aparecen mientras cada uno comenta en forma aislada sus anécdotas. Aclaran que no todos los hermanos pudieron asistir a este encuentro (con “Río Negro”) porque algunos viven lejos, en otros barrios.

“Yo no quiero irme de acá, en una oportunidad nos ofrecieron una casa, pero no quise mudarme”, dice Elena con total firmeza. Las crecidas del río complicaban vivir en esas tierras. Y fue en una de esas oportunidades cuando el municipio, donde trabajó su marido, como dice ella, les ofreció acceder a un plan de viviendas. En ese entonces, el barrio Labraña, no tenía ningún servicio.

“Aunque acá hoy nos falte gas y tengamos algunas limitaciones, siento que este es mi lugar. Cuando me muera quiero que me entierren acá”, dice mientras mira a sus nietos que se ríen a carcajadas. “Ojalá pongan el servicio de gas rápido”.

Según cuenta, este último tiempo los han visitados varios funcionarios que anuncian la pronta llegada del ansiado servicio que les falta, porque luz y agua ya tienen.

“Cuesta calefaccionarse con la leña y hoy en día la garrafa está muy cara”, comenta Elena. Y claro. En marzo costaba 16 pesos y ahora aumentó a más de 100 pesos.

Aunque todavía falten comodidades, “el barrio es el barrio” sonríe Elena. Esas calles que en un momento estaban despobladas, hace ya un tiempo pasaron a ser uno de las zonas con más habitantes en la periferia.

Todos se conocen en el Labraña, la mayoría, porque una gran parte de los habitantes son la numerosa familia Carrera-Ancamil, la familia que comenzó a poblar el barrio desde hace 46 años y que va a continuar haciéndolo, porque así lo aseguran los pequeños que vienen en camino y que se sumarán a los que ya están haciendo su vida en ese sector de la ciudad.

> El barrio que los vio crecer

Ellos tienen una mirada distinta sobre el paso del tiempo en el barrio que los vio crecer. Daniel, el hijo mayor de Elena añora los días de juego en donde la inseguridad no era un factor a tener en cuenta. Leonardo, uno de los nietos más grandes, y sobrino de Daniel, sostiene que el barrio es tranquilo y asegura que no se imagina viviendo en otro lugar que no sea ése.

Daniel tiene 49 años y fue testigo de los procesos de cambio en la familia; desde la llegada de sus padres al Alto Valle, hasta el momento en que comenzaron a construir su pequeño hogar.

Los recuerdos son todos gratos: el refrescante y claro río, las chacras florecidas con frutales, los álamos en una perfecta hilera bordeando las explotaciones, las corridas por el barrio, la canchita de fútbol y las carcajadas entre él y sus amigos. “Hoy cambió bastante todo. Antes no había tanta inseguridad. Ojalá volvieron esos años”, dice Daniel con la mirada invadida de recuerdos.

En cambio su sobrino, Leonardo, opina que el barrio “es tranquilo”. Él ya tiene 26 años y su trato es amable y jocoso. Le causa gracia contar cómo su abuela lo “espía” cada vez que él llega de bailar los fines de semana en las primeras horas de la madrugada. Claro, vive justo en frente de la casa de Elena y la abuela no deja de cumplir su rol protector pese a los años que ya tiene su nieto.

Leonardo se siente cómodo, ése es su lugar y no lo cambiaría por nada, aunque a veces lo duda, pero ese pensamiento le dura poco. “Por ahí me gustaría tener más privacidad”, dice con una sonrisa picaresca mientras agrega: “A veces me dan ganas de mudarme pero en realidad no me imagino viviendo en otro lugar”. El barrio para él sigue siendo su refugio natural.

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> La creación de su propio equipo

“Se llama así en honor a nuestro tío”, explica la familia con respecto a Deportivo Huenchul, un equipo de fútbol que se creó hace unos tres años para que los chicos del barrio se interesen por hacer un deporte y puedan ocupar su tiempo libre.

Juan Agustín González, más recordado como “Huenchul”, era un hombre al que le gustaba andar por las chacras, disfrutar de la naturaleza y comer buenos asados.

Cuando falleció, los chicos decidieron crear un equipo de fútbol que llevara su nombre. Es por eso que todos los sábados por la tarde se junta gran parte de la familia (y los que tienen ganas de patear un poco la pelota también) en alguna cancha. Ellos organizan torneos y además disfrutan de vivir un momento agradable acompañado de mates, banderas y gritos alentadores.

Obviamente, Elena también participa de la iniciativa. “Mi mamá va todos los sábados a la cancha”, afirma Abel, uno de sus hijos. “Todos pueden participar, la idea nació para que podamos compartir en familia y además para sacar a los chicos de la calle e incentivarlos a hacer deporte”, explicó orgulloso.

Belén Coronel | bcoronel@rionegro.com.ar


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