Un rey se va

A diferencia de sus antecesores, los monarcas hereditarios actuales no pueden darse el lujo de perder popularidad, ya que hoy en día virtualmente nadie cree en “el derecho divino” que en otros tiempos bastaba para asegurarles el apoyo instintivo de todos salvo un puñado de rebeldes atraídos por ideas novedosas. En los países democráticos los monarcas tienen que prestar tanta atención a la opinión pública como suelen hacer los políticos en campaña, adaptándose, aunque sólo fuera simbólicamente, a sus exigencias por antipáticas que les parezcan. Es lo que hizo la reina Isabel II de Gran Bretaña luego del drama ocasionado por la muerte de la princesa Diana; logró reconciliarse con el pueblo con tanto éxito que, por ahora cuando menos, en su país la monarquía no corre peligro alguno. En cambio, el rey Juan Carlos no pudo superar las dificultades provocadas por los casos de corrupción protagonizados por miembros de la familia real y por su propia conducta que, a juicio de muchos españoles, era inapropiada para un país en el que millones de personas sufrían penurias económicas y, como acaban de recordarnos los resultados de las elecciones parlamentarias europeas, la clase gobernante en su conjunto se las había arreglado para desprestigiarse. También ha tenido que tomar en cuenta su estado de salud; a los 76 años, el exdeportista se accidentaba con frecuencia preocupante. Así, pues, consciente de que sería mejor para la casa real española que cortara por lo sano, Juan Carlos finalmente optó por abdicar a favor de su hijo Felipe de Borbón y Grecia, el príncipe de Asturias. Las primeras reacciones ante una decisión que sorprendió a muchos han sido positivas, al concentrarse políticos de diversas tendencias en el aporte a la consolidación de la democracia del monarca al que a comienzos de su reinado, a mediados de los años setenta del siglo pasado, muchos bautizaron, un tanto prematuramente, “Juan Carlos el Breve”. Con todo, si bien parece probable que, a pesar de los recientes contratiempos, Juan Carlos ocupe un lugar respetable en la historia de su país, la monarquía española seguirá siendo mucho más precaria que la británica o la japonesa, que se basan en tradiciones más firmes. Puede que el futuro Felipe VI se haya preparado durante años para asumir las responsabilidades que serán suyas, pero incluso si resulta plenamente capaz de desempeñar el papel que ha heredado tendrá que enfrentar fuertes corrientes republicanas lideradas por quienes argüirán que ya se han ido los días en que España se veía beneficiada por la presencia de un jefe de Estado ajeno a las luchas partidarias y que, de todos modos, es injusto gastar mucho dinero en mantener como corresponde una casa real cuando el gobierno tiene que aplicar una política de austeridad. Desgraciadamente para Felipe, le sería necesario convencer a los españoles de que su contribución al bienestar de su país es sumamente valiosa; si la mayoría de sus compatriotas llega a la conclusión de que prescindir de sus servicios no la perjudicaría, podría esperarle un destino similar al de su tío, el exrey griego Constantino II, monarca de un país en el que sólo una minoría sentía lealtad hacia el trono. No es posible definir con precisión el rol que debería cumplir un rey europeo moderno porque, como señalan los republicanos para los cuales la monarquía es una reliquia anticuada que debería abolirse cuanto antes, es por su naturaleza arbitrario. Todo depende de las particularidades locales, de suerte que lo que puede funcionar muy bien en Noruega, digamos, sería peor que inútil en otro país, en especial uno como España, en que muchos suponen que para merecer el trono un monarca debería estar en condiciones de aportar algo realmente importante. A Juan Carlos le tocó una oportunidad para hacerlo. En circunstancias muy complicadas la aprovechó muy bien, lo que le permitió permanecer en el trono por varias décadas más y sigue aportándole beneficios, pero no existen motivos para suponer que Felipe pueda erigirse un día en paladín de la democracia española, ya que los desafíos frente a su país son muy diferentes de los que lo amenazaban cuando su padre aún trataba de convencer a los escépticos de que, por razones no muy claras, una monarquía constitucional sería mejor para España que una república.

Fundado el 1º de mayo de 1912 por Fernando Emilio Rajneri Registro de la Propiedad Intelectual Nº 5.124.965 Director: Julio Rajneri Codirectora: Nélida Rajneri de Gamba Vicedirector: Aleardo F. Laría Rajneri Editor responsable: Ítalo Pisani Es una publicación propiedad de Editorial Río Negro SA – Miércoles 4 de junio de 2014


A diferencia de sus antecesores, los monarcas hereditarios actuales no pueden darse el lujo de perder popularidad, ya que hoy en día virtualmente nadie cree en “el derecho divino” que en otros tiempos bastaba para asegurarles el apoyo instintivo de todos salvo un puñado de rebeldes atraídos por ideas novedosas. En los países democráticos los monarcas tienen que prestar tanta atención a la opinión pública como suelen hacer los políticos en campaña, adaptándose, aunque sólo fuera simbólicamente, a sus exigencias por antipáticas que les parezcan. Es lo que hizo la reina Isabel II de Gran Bretaña luego del drama ocasionado por la muerte de la princesa Diana; logró reconciliarse con el pueblo con tanto éxito que, por ahora cuando menos, en su país la monarquía no corre peligro alguno. En cambio, el rey Juan Carlos no pudo superar las dificultades provocadas por los casos de corrupción protagonizados por miembros de la familia real y por su propia conducta que, a juicio de muchos españoles, era inapropiada para un país en el que millones de personas sufrían penurias económicas y, como acaban de recordarnos los resultados de las elecciones parlamentarias europeas, la clase gobernante en su conjunto se las había arreglado para desprestigiarse. También ha tenido que tomar en cuenta su estado de salud; a los 76 años, el exdeportista se accidentaba con frecuencia preocupante. Así, pues, consciente de que sería mejor para la casa real española que cortara por lo sano, Juan Carlos finalmente optó por abdicar a favor de su hijo Felipe de Borbón y Grecia, el príncipe de Asturias. Las primeras reacciones ante una decisión que sorprendió a muchos han sido positivas, al concentrarse políticos de diversas tendencias en el aporte a la consolidación de la democracia del monarca al que a comienzos de su reinado, a mediados de los años setenta del siglo pasado, muchos bautizaron, un tanto prematuramente, “Juan Carlos el Breve”. Con todo, si bien parece probable que, a pesar de los recientes contratiempos, Juan Carlos ocupe un lugar respetable en la historia de su país, la monarquía española seguirá siendo mucho más precaria que la británica o la japonesa, que se basan en tradiciones más firmes. Puede que el futuro Felipe VI se haya preparado durante años para asumir las responsabilidades que serán suyas, pero incluso si resulta plenamente capaz de desempeñar el papel que ha heredado tendrá que enfrentar fuertes corrientes republicanas lideradas por quienes argüirán que ya se han ido los días en que España se veía beneficiada por la presencia de un jefe de Estado ajeno a las luchas partidarias y que, de todos modos, es injusto gastar mucho dinero en mantener como corresponde una casa real cuando el gobierno tiene que aplicar una política de austeridad. Desgraciadamente para Felipe, le sería necesario convencer a los españoles de que su contribución al bienestar de su país es sumamente valiosa; si la mayoría de sus compatriotas llega a la conclusión de que prescindir de sus servicios no la perjudicaría, podría esperarle un destino similar al de su tío, el exrey griego Constantino II, monarca de un país en el que sólo una minoría sentía lealtad hacia el trono. No es posible definir con precisión el rol que debería cumplir un rey europeo moderno porque, como señalan los republicanos para los cuales la monarquía es una reliquia anticuada que debería abolirse cuanto antes, es por su naturaleza arbitrario. Todo depende de las particularidades locales, de suerte que lo que puede funcionar muy bien en Noruega, digamos, sería peor que inútil en otro país, en especial uno como España, en que muchos suponen que para merecer el trono un monarca debería estar en condiciones de aportar algo realmente importante. A Juan Carlos le tocó una oportunidad para hacerlo. En circunstancias muy complicadas la aprovechó muy bien, lo que le permitió permanecer en el trono por varias décadas más y sigue aportándole beneficios, pero no existen motivos para suponer que Felipe pueda erigirse un día en paladín de la democracia española, ya que los desafíos frente a su país son muy diferentes de los que lo amenazaban cuando su padre aún trataba de convencer a los escépticos de que, por razones no muy claras, una monarquía constitucional sería mejor para España que una república.

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