Un sistema perverso

En nuestro país los presidentes son excesivamente poderosos cuando la sociedad disfruta un ciclo virtuoso, y demasiado débiles cuando surgen crisis.

De haber coincidido las fases iniciales de la gestión del presidente Fernando de la Rúa con un auge económico notable, tanto él mismo como los demás integrantes de la UCR y, con menos entusiasmo, sus socios del Frepaso estarían atribuyendo las buenas noticias a su genio como estadista, cuando no a su grandeza particular, aunque fuera evidente que el crecimiento que celebraban se hubiera debido a decisiones tomadas mucho tiempo antes de su llegada al poder o, como suele ser el caso en estos días, a la incidencia de factores internacionales insólitamente favorables. Sin embargo, puesto que a partir de la entrada en la Casa Rosada de De la Rúa el país ha estado debatiéndose en medio de una recesión que se ha hecho cada vez más exasperante, no sólo sus adversarios declarados sino también sus propios simpatizantes han elegido responsabilizarlo por lo ocurrido, dando por descontado que la condición del país es en última instancia el fruto inevitable de sus vacilaciones y de su resistencia a comprometerse con un «rumbo» menos deprimente que el ensayado por la Alianza. Se trata de una actitud que acaso sea lógica en un país presidencialista en el que se espera que el ocupante de la Casa Rosada desempeñe un papel entre heroico y «humano», sobre todo en uno en que la propensión a personalizar el poder ya se había manifestado durante más de un siglo a través de una tradición caudillista poco democrática, pero esto no quiere decir que no plantee muchos riesgos. Después de todo, si sólo fuera cuestión del carácter poco estimulante del presidente de la República, los deseosos de reemplazarlo ya estarían hablándonos de las medidas que tomarían a fin de dejar atrás la depresión actual. Hasta ahora, empero, ninguno se ha arriesgado planteando una «alternativa» seria. En nuestro país, el sistema presidencialista parece funcionar bastante bien cuando, por las razones que fueran, todo va viento en popa, pero sucede que en las etapas más benignas pueden encontrarse las semillas de desgracias políticas y económicas por venir. Como quiera que es «normal» creer que la evolución de la economía -tema que de resultas de la presencia de una clase media a la vez muy grande y vulnerable constituye una auténtica obsesión nacional- depende estrechamente de las cualidades del jefe de Estado, en tiempos de bonanza  es natural que el presidente mismo y, con más fervor aún, sus partidarios, pronto se las ingenien para convencerse de que a la sociedad en su conjunto le convendría que se quedaran en el poder hasta las calendas griegas. Por supuesto que en períodos en los que el clima social se ve signado por el optimismo es previsible que los gobernantes de turno hagan gala de su voluntad de aprovechar al máximo sus supuestos logros y que su ambición, combinada con la aprobación de sectores importantes, sirva para intensificar las tendencias autoritarias dando pie a proyectos «hegemónicos». Por cierto, ni el ex presidente Carlos Menem ni sus simpatizantes resultaron ser inmunes a las tentaciones así supuestas, y no es nada fantasioso sospechar que de haberse prolongado mucho más el crecimiento, que fue la característica más llamativa de su primer período en el poder, la «re-reelección» hubiera estado a su alcance. Cuando la economía funciona bien, aunque fuera por causas totalmente ajenas a la personalidad del jefe de Estado y éste, víctima de su propia leyenda, dejara todo el trabajo cotidiano en manos de subordinados, la Casa Rosada se asemeja a un imán que atrae el poder, lo cual, obvio es decirlo, le permite al presidente impresionar a todos por su capacidad para gobernar. En cambio, al amontonarse las dificultades, una consecuencia casi inmediata de la mala racha así supuesta es el debilitamiento del gobierno debido a la voluntad de la mayoría de los políticos, sean éstos opositores u oficialistas, de alejarse lo más rápido posible de la presunta fuente de todos los males. Dicho de otro modo, en nuestro país los presidentes son excesivamente poderosos cuando la sociedad está disfrutando de los beneficios de un ciclo virtuoso, y demasiado débiles cuando surgen crisis en las que lo que la ciudadanía más quiere es un líder «fuerte» que esté en condiciones de imponerse a los comprometidos con los intereses creados que sostienen el statu quo.


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