Elogio del homicidio

Que convivimos en una sociedad con manifestaciones de exaltación del homicidio como forma de resolución de los conflictos interpersonales no parece ser un descubrimiento sorprendente.

Lo verificamos cada tanto, cuando una víctima decide ir más allá de su defensa personal y acomete en contra de su agresor, tomando incluso la vida de aquel. Se trata de una reacción que el Estado, en su alteridad y neutralidad, ha querido evitar a través de su intermediación, aparato judicial mediante.

Sin embargo, con cierta frecuencia volvemos a los interrogantes que suscitan estas reacciones que, ya no tan solitarias y excepcionales, parecen producirse con el aval algunos miembros de nuestro colectivo social.

Que recientemente el presidente de la Nación haya expresado su solidaridad con el carnicero homicida de Zárate es tan sólo una de las aristas del problema. Ella se condice, en todo caso, con la pérdida de relativa prudencia que un funcionario público debe detentar respecto de los involucrados en un conflicto de naturaleza criminal ya judicializado.

La permeabilidad presidencial frente a un homicidio tal, así como su utilización mediática para cooptar entusiasmos y adhesiones, constituye acaso un elogio al hecho de quitar la vida ajena. Y puede que no sea causal.

No sería causal si, tal como se advierte en actos propios del gobierno nacional, no viniera acompañado de manifestaciones que confluyen en escenarios marcados por la beligerancia y los antagonismos insalvables.

La beligerancia se expresa en su adhesión a la ya muchas veces fracasada “guerra contra las drogas”, iniciada por Washington en los albores de los años 90, por el entonces presidente Bush. Y también en los intentos de resucitar la “guerra contra la delincuencia” que promoviera el falso ingeniero Blumberg en el 2004.

Los antagonismos insalvables a los que apela esta dicotómica perspectiva de la realidad social apunta a presentar dos clases de personas: las buenas y sanas, por un lado, y aquellas dañinas y enfermas por otro.

Las primeras, aunque asesinen, merecen compresión y acompañamiento. Las segundas, en cambio, están destinadas a una forma de ejecución sumaria, puesto que forman parte de un sector social que está llamado a su eliminación .

Lo que merece ser subrayado es, sin embargo, que un marco conceptual como el descripto carece de cualquier seriedad y verosimilitud. Y ello por cuanto la guerra contra las drogas a la que se adhiere ya fue varias veces perdida, en todas las geografías, revelándose en cambio como un instrumento de control geo-estratégico de extraordinario alcance en lo que a los intereses de Estados Unidos se refiere.

La versión dicotómica de subjetividades irreconciliables, a su vez, es reeditada pese a los sobrados estudios que ilustran cuánto favorece a ciertos poderes la demonización de algunos grupos sociales. Convertir a estos en chivos expiatorios y atribuirles responsabilidad frente a otros fracasos sociales, como resulta ser el delito, han permitido tanto el relajamiento de los frenos inhibitorios como la reducción de las obligaciones morales respecto de terceros. Lo cual ha estimulado la realización de actos de criminalidad masiva y, cuando no, de genocidios varios.

La identificación del ciudadano modelo como una persona “sana” y, en cambio, su identificación opuesta respecto del sujeto conflictivo, es parte de una eugenesia que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto ha venido ofreciendo nefastas consecuencias colectivas.

Otra de las aristas del problema resulta ser el elogio tácito e implícito del homicidio. Mucho más difícil de identificar que el sonido presidencial, aquel se apoya en la aceptación de las diversas formas de violencia institucional producida por quienes ejercen cargos públicos y detentan posiciones de poder.

Lo verificamos cada vez que quien asesina o cercena la integridad física de otra persona resulta premiado y ascendido a una situación de privilegio dentro de la estructura de poder en la cual se desempeña.

La impunidad resultante, o sea la falta de castigo penal, constituye el eslabón final de esa exaltación homicida. Y ello por cuanto fractura los vínculos sociales y nos retrotrae a la vigencia de un espacio de no-derecho.

* Profesor UNRN

La permeabilidad presidencial frente a un homicidio tal, así como su utilización mediática, constituye acaso un elogio al hecho de quitar la vida ajena.

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La permeabilidad presidencial frente a un homicidio tal, así como su utilización mediática, constituye acaso un elogio al hecho de quitar la vida ajena.

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