¿Violencias invisibles?

Acaso el actual fervor colectivo en materia de represión penal constituya un logro político de quienes enmascaran la violencia como producto de tan sólo algunos actores sociales: los delincuentes comunes.

Así es que se logra disimular las violencias generadas por el mismo funcionamiento del Estado. No solamente la estructural, que permite que un muy importante número de argentinos sobreviva por debajo de la línea de la pobreza, también aquellas que se experimentan en los sitios de demora, detención e internación de personas.

Mientras tanto, resultan invisibilizados la corrupción estatal y corporativa, los incumplimientos de las autoridades gubernamentales en torno a los derechos básicos de la población y las modalidades criminales perpetradas desde estructuras privilegiadas de poder.

En función de ello conviene recordar que la violencia institucional comprende todo acto u omisión, por parte de funcionarios públicos, que implique una afectación física o psíquica sobre las personas.

Este tipo de violencia remite a situaciones que involucran necesariamente tres componentes: prácticas específicas, funcionarios públicos y contextos de restricción de la autonomía y la libertad.

Se trata de prácticas violatorias específicas, algunas de las cuales interesan al derecho penal. Entre ellas cuentan las vejaciones, severidades, apremios ilegales, torturas, el abuso de autoridad y los incumplimientos de los deberes de funcionario público.

Todas llevadas adelante mediante la intervención de funcionarios pertenecientes a fuerzas de seguridad, fuerzas armadas, servicios penitenciarios; así como también operadores judiciales.

La referencia a un contexto de restricción de la autonomía o libertad da cuenta de entornos en los cuales determinados funcionarios públicos detentan la posibilidad de interferir en el desarrollo de ambas facultades.

Además, en los hechos de violencia institucional se combinan rasgos discriminatorios, prácticas abusivas históricas y desinterés estatal, tanto político como judicial. Tan es así que de la totalidad de las denuncias formuladas muy pocas llevan a investigaciones exitosas. Lo cual se traduce en impunidad.

La deficiente respuesta judicial obedece a diferentes causas. Una de ellas radica en los retrasos injustificados en la gestión del conflicto suscitado. Pero también en las erróneas calificaciones jurídicas y en las investigaciones practicadas por miembros de la misma fuerza de seguridad denunciada.

A lo que se suma, en ocasiones, la falta de capacitación de los funcionarios judiciales que intervienen en las pesquisas.

A partir de la experiencia acumulada sabemos que las personas detenidas expresan un considerable temor a efectuar denuncias judiciales por tres motivos claves. En primer lugar, debido al miedo a las represalias físicas y psíquicas que se despliegan en su contra tras cada denuncia. Luego, en razón de la escasa labor judicial producida en consecuencia. Complota contra ello, asimismo, la dificultad que experimentan los afectados para acceder a los canales de denuncia, e incluso el efecto producido por el padecimiento sistemático consistente en la naturalización de las condiciones de detención y de la violencia física y psíquica ejercidas en su contra.

Vale recordar, además, que las violaciones a los derechos humanos que consuman los agentes estatales en ejercicio de sus funciones pueden comprometer al Estado argentino frente al orden jurídico internacional. Lo cual trae aparejado el consiguiente deber de reparar y hacer cesar las consecuencias de esos hechos.

Al respecto, desde el caso “Bulacio” hasta el presente, cuenta una importante jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La persecución penal de las formas delictivas que asumen la violencia institucional debería constituir un tema crucial en la agenda política criminal, que se encuentra llamada a determinar cuáles son las ilicitudes que enfrenta una sociedad determinada. Y entre aquéllas las que detentan mayor poder lesivo como para suscitar su adecuada criminalización.

Sería conveniente, entonces, contar con una política sostenida que redujera los escandalosos índices de impunidad que benefician a quienes delinquen desde estructuras privilegiadas de poder.

Se trata de otro de los muchos desafíos que debe afrontar la inminente reforma procesal penal en la provincia de Río Negro.

*Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro


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