En Conectados de hoy: “Mamelucoman”, un cuento de Humberto Bas

A Julia Petersen

a la memoria de R. N. y S. M.

Nítida sobre la puerta de vidrio la sombra del Hombre de Mameluco. Pulsa el intercomunicador y los ficus del recibidor se sacuden levemente. La lucecita del ascensor parpadea un número imprecisado por la distancia.

El Hombre de Mameluco empuja y la puerta no se inmuta. Vuelve a pulsar el botón y mira hacia los ventanales. Todo está cerrado a estas alturas de la tarde.

Por la esquina dobla un policía. Abstraído en el juego de su bastón, sus pasos se pierden en ecos y la mirada en su sombra que avanza perseguida por los destellos finales del sol. En su displicencia caben las conjeturas: última hora de servicio, la espera en casa de una niña o un niño, o de una niña y un niño, ansiosos por treparle a cococho mientras arroja la gorra sobre la mesa. No escapa a la escena conjeturada la imagen de una mujer de pesado andar por la avanzada gravidez. O tal vez simplemente la espera de una fresca botella de cerveza mientras mira la transmisión de un partido. Nadie imagina de qué equipo puede ser hincha un policía. Como si en el pecho que late bajo el chaleco de seguridad no pudiera latir una simpática ilusión hacia un color.

Quizá en estas imprecisas imágenes venía pensando el policía, cuando repara en el reflejo de aquel hombre en la puerta de vidrio. El oficio saca al policía de su abstracción y lo registra: gorra y mameluco. El policía se detiene en esa prudente distancia y estudia la situación. Cuando el rostro del Hombre nuevamente se pega al intercomunicador distingue el cuello de algo torpemente tapado, sobresaliendo entre sus brazos.

El Hombre lleva mameluco azul. En su tipología ubica al que pasándose por operario hace una entradera.

El Hombre del Mameluco empuja nuevamente y la puerta cede. Su sombra se desdibuja y su cuerpo atraviesa el lugar abandonado por su sombra. La brisa que ingresa despereza a las plantas del eterno aburrimiento de sala de espera.

La lucecita del ascensor marca el número 14, como si un desperfecto en alimentación lo detuviera a esa altura.

El Hombre del Mameluco pulsa el botón, la luz se apaga y reaparece cintilando el número 7. El Hombre se recuesta contra la pared.

El policía, en cubierta tras las matas de una palmera del jardín, extrae su radio y pide apoyo. Los transeúntes merman sus pasos para observar su despliegue. El policía vuelve más profesional sus gestos. Por el momento no hay niña o niño esperando su cococho, sino los movimientos del sujeto dentro del edificio.

El Hombre del Mameluco se mantiene junto al ascensor. Las lucecitas cambian de número mientras crujen las poleas. Cuando se marca el 3, silenciosos patrulleros doblan en la esquina. Con señas estipuladas, el policía da cuenta de la situación a sus camaradas.

Un cordón de policías ciñe la cuadra con sigilo.

El Hombre del Mameluco ingresa al ascensor. Su impasibilidad apenas simula el artefacto que oculta contra su pecho. En el preciso momento en que pulsa el número, la puerta de la calle se abre. Cinco policías entran a la sala. Automáticas y granadas cuelgan en sus cinturas. Los ficus se alborotan.

Las lucecitas intermitentes no dan cuenta del destino. Con pasos felpudos los cinco policías suben la escalera que espirala al ascensor. Suben aguzando los oídos y cuidando no entrechocar sus armas y sus botas… Toda la atención puesta en el ruido del elevador para detectar en qué piso se detiene.

En el séptimo, el motor se detiene. En ese breve silencio sus jadeos retumban contenidos en el rellano.

La puerta del ascensor se abre y los cinco se apretujan contra la pared. Siguen la sombra de las pisadas del hombre perdiéndose en la penumbra del corredor.

Por el panóptico se observa a más policías trepando la escalera de incendio; otros izándose en cuerdas en la falda del edificio, mientras se detiene el flapear de las aspas de un helicóptero en la azotea.

En la calle, la multitud aglomera en las esquinas y mira hacía los techos.

Pese a la supremacía, los cinco ingresantes sienten temor. En estas acciones siempre se paga un costo, y nadie quiere ser parte de la cuota.

La sombra del Hombre del Mameluco se mete en el quicio de la puerta. Perdido en la oscuridad del pasillo, suena lúgubre el timbre que pulsa.

Una puerta se abre. La porción de luz que escapa de la habitación rapta a la silueta del hombre. La voz del hombre suena seca, como su sombra. La respuesta es una queja de otra voz que se silencia al instante.

Pegados a la pared, los policías van deslizándose como comandos de rémoras, mientras aterriza de otro helicóptero.

Llegan a la puerta y apoyando el oído, uno trata de oír algo.

Nada.

Extraen un estetoscopio.

Auscultan.

– No, ahí no, por favor.

La voz es de una mujer, o quizá de una pobre anciana. Apenas la escuchan, el que dirige el grupo -el mismo que descubrió al hombre- hace una seña y retroceden unos pasos. Se miran y destraban las perillas del seguro. Se oye un cric apenas soterrado por sus manos. Empinan las metralletas y uno se persigna. Los otros replican la señal. Es el momento del bautismo del que tantas veces hablaron en la instrucción; el momento en que el peligro hace que se pase al estado de los reflejos; momento en el que se abre la boca para mostrar los colmillos. Y en ese instante oyen el desgarrador ruido que perfora la resistencia acústica de la puerta. Entonces rugiendo atropellan la puerta y la tumban a la par que avistan al objetivo; y aprietan los gatillos con una coreografía de dedos tantas veces ensayadas que barren con balas la silueta del Hombre del Mameluco.

Y el Hombre de Mameluco, antes que su instinto le permitiera un gesto de conservación, está sacudiéndose como un mantel en la ventana; chorrea sangre por frente y por detrás: antes de morir, está hecho un estropajo.

Olor a chamusquina y pólvora en la sala; el eco del estruendo revolotea buscando aberturas.

Ni una mujer ni una anciana; otro hombre en el sillón. Se abraza las piernas y chupa su rodilla. Luego del grito se ovilla para minimizar su presencia.

A su frente el Hombre del Mameluco. Yace. Junto a la pared del escritorio, la mecha del taladro horada a ciegas pocitos en el parquet.

Mucho más no ha pasado. En la calle la multitud se distiende y regresa a sus rutinas.

Humberto bas

Perfil


En Conectados de hoy: “Mamelucoman”, un cuento de Humberto Bas

Datos

Nació en Jaguaracamygta, Paraguay. Reside en Neuquén. Publicó los relatos “La culeada y otros cruentos” (Barcoborracho, 2008); “La Culeada”, adaptada al teatro por Grisel Nicolau (2004), y “Varoncitos” (E. con doble Z, 2014). Las novelas “El Superpalo”(El Fracaso, 2010) y “El Sr. Ug.” (Edit. Entropía, 2015).

Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios