La tolerancia cero a los abusos en la Iglesia tarda en llegar

Editorial

El escándalo producido por los recientes casos de abusos sexuales a decenas de niños en organismos educativos manejados por la Iglesia Católica en Mendoza no para de crecer y pone en tela de juicio la política de “tolerancia cero” a la pederastia proclamada por el Vaticano, además de reabrir la discusión sobre el rol del Estado en la supervisión de instituciones educativas administradas por religiosos.

La Justicia ha identificado ya a por lo menos 22 víctimas de presuntos abusos sexuales cometidos desde el 2007 por dos curas y tres empleados de un colegio para sordos en Mendoza, mientras que también desde La Plata se denunció al menos un hecho similar a los ocurridos en la zona cuyana protagonizado por uno de los acusados. La mayoría de las víctimas que declararon ante los fiscales tiene hoy unos 20 años, y entre ellos hay sordomudos y jóvenes con distintos problemas de audición de varias provincias, ya que el establecimiento educativo funciona como internado para alumnos que provienen de localidades alejadas. En los allanamientos se encontró material pornográfico, además de cantidades de dinero en efectivo difíciles de justificar para un religioso de vida austera.

El caso tiene varias aristas que elevaron la indignación de la opinión pública.

En primer lugar, porque las víctimas pertenecen a un sector enormemente vulnerable: niños de corta edad, con problemas de comunicación y muchos de ellos de familias de escasos recursos. Por otro lado, el principal protagonista de los hechos, el sacerdote Nicola Corradi, ya había sido denunciado por hechos similares en su Italia natal y grupos de víctimas de abusos de ese país habían advertido a la Iglesia italiana y al papa Francisco sobre Corradi y otros acusados de abusar sexualmente de niños en el Instituto Provolo, una escuela para sordomudos en Verona, años atrás. Pese a estos antecedentes, Corradi no fue juzgado en su país ni expulsado de la institución, sino que fue trasladado a la Argentina, donde volvió a estar a cargo de chicos en edad escolar. En pleno escándalo por este caso, otro religioso acusado en el 2014 en Mendoza por un caso similar, Fernando Yánez, apareció en audios divulgados por la prensa local admitiendo haber abusado de adolescentes en otra institución religiosa, en Monte Comán, argumentando que “uno está rodeado de varones y necesita cariño”. Poco después, exseminaristas del Instituto del Verbo Encarnado (IVE) de San Rafael admitieron abusos sexuales, tormentos y vejaciones de su entonces sacerdote guía, Carlos Buela, quien tras las denuncias tampoco fue derivado a la Justicia sino que se retiró a un monasterio de España.

Parece claro que la reiteración de casos debería ir más allá de la manifestación de repudio y horror del arzobispado mendocino. De hecho, ante los requerimientos de líderes políticos para que esclarezca el rol y las funciones de religiosos que actúan en instituciones educativas en la provincia, el arzobispo de Mendoza Carlos María Franzini eludió presentarse en la Legislatura a dar explicaciones y mantuvo una entrevista privada con legisladores de las comisiones de Educación y Desarrollo Social en la sede del Arzobispado, donde se comprometió a avanzar en un protocolo para que sacerdote y monjas en contacto con niños accedan a estudios psiquiátricos y psicológicos.

Las respuestas al más alto nivel han sido ambivalentes. Por un lado, la comisión antipederastia del Vaticano, creada en el 2013 por Francisco como parte de su política de “tolerancia cero” a los abusos, anunció la apertura de una página web para prevenir y tratar los posibles casos de abusos que se presenten. Por otro, un documento divulgado hace unos meses por el diario británico “The Guardian” revela que varios obispos católicos insisten en que “no necesariamente” es su deber denunciar los casos que conozcan ante la Justicia, sino que es tarea “de las víctimas y sus familiares” la denuncia policial de los casos que se presentaren.

Como en todo el mundo, estos casos de violencia sexual, pero sobre todo de impunidad, vuelven a poner en discusión el espíritu corporativo de un sector religioso que a menudo se cree por encima de la ley secular, y de los problemas que sigue teniendo el Estado argentino para establecer una separación clara entre Iglesia y Estado y supervisar a todas las instituciones educativas, incluyendo aquellas confiadas a sectores religiosos y organizaciones sin fines de lucro.


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