El doctor Kantor, un amigo de la vida

“No hay nada más lindo que trabajar de lo que a uno le gusta”, dice.

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Debajo del vidrio de su escritorio decenas niños sonríen en fotografías a color y blanco y negro. Esos rostros retratados están ahí, inmóviles, resistiendo al paso del tiempo, pero como observándolo siempre a través del cristal con un gesto de gratitud. En algún momento, todos llegaron a su consultorio por alguna enfermedad o padeciendo una dolencia.

De una de las paredes cuelga una modesta imagen realizada por un padre, que resume una historia que lo marcó para siempre. Son dos pequeñas manos talladas artesanalmente en alabastro, dos manos aferradas y suplicando hacia el cielo. La imagen tiene escrita la leyenda: “ayudar a niños a venir al mundo es hermanarse con Dios, bendita sean esas manos”. Lo hizo cuando trabajaba en la Maternidad del hospital local. Atendió el parto de una mujer que padecía una enfermedad incurable mientras que otros médicos habían evitado el caso. El bebé nació y creció junto a su padre, la madre murió poco antes del año como consecuencia de la irreversible patología.

Se crió en un conventillo de Almagro, donde había muchas habitaciones y un sólo baño. A los 12 empezó a trabajar como obrero metalúrgico. Quería ayudar a llevar la comida a la mesa porque la fábrica de golosinas que empleaba a su padre había bajado las persianas. Su madre forraba tapado para salir adelante. Pasó noches en vela estudiando en la cocina cuando todos dormían. Después del trabajo y con lo que le quedaba de energías, conjugaba la madrugada con los libros, la pipa y los mates. Más de una vez el alba lo sorprendió dormido sobre las hojas y los apuntes.

El próximo 15 de julio Isidoro Kantor cumplirá nada menos que medio siglo como médico, desde que se recibió en la UBA. No le pesan los años y sigue tan activo e inquieto como cuando arribó a Allen, hace 48 abriles.

Por ese entonces un periodista de apellido Novillo contó en las páginas de este diario que había llegado al pueblo un nuevo profesional. En una de las líneas el cronista sentenció: “si bebió agua del río Negro ya no querrá beber otra agua”. Y así fue.

Es el médico con más antigüedad en esta ciudad. En Allen cosechó amigos, forjó verdaderos lazos con colegas que le abrieron las puertas del mundo laboral y pudo alcanzar lo que toda persona desea: formar una familia. No perdió el tiempo. “Yo iba por derecha, no venía a la trampa. Venía realmente a formar un hogar y a trabajar. Después de nueve meses de noviazgo nos casamos con Pupe”, cuenta al recordar cómo conoció a la mujer de su vida. Con ella tuvo tres hijos, que le dieron siete hermosos nietos.

“No hay nada más lindo en la vida que poder trabajar de lo que a uno le gusta y vivir de ello. La medicina me dejó satisfacciones espirituales. Con Pupe caminamos por la calle y en cada vereda alguien viene a darnos un beso o un abrazo”. Tiene anécdotas, miles. Trabajando en el hospital llegó a atender 73 niños en una sola mañana. “Hemos hecho sanguíneo transfusiones, cambiándole la sangre a los chiquitos que vienen con RH materno fetal incompatible. El papá negativo, la mamá positivo, se generan anticuerpos y si no le cambias la sangre al chiquito se muere. En el Sanatorio Allen nos quedábamos toda la noche y el doctor Rodolfo Suero me acompañaba. A tal grado que en un momento no tenía sangre, Suero se fue a buscar frasco y en la sala de parto me pidió que lo ayude. Se sacó medio litro de su sangre y me dijo: ‘tomá flaco, cambiale la sangre al nene’”.

Hoy el doctor Kantor tiene 77 años y todas las tardes continúa abriendo la puerta del consultorio, por donde ya pasaron tres generaciones de pacientes. Viajar para ver a sus nietos, ir a pescar al río Negro y tomar unos mates con su esposa, contemplar y disfrutar de la naturaleza, compartí una charla y un café con amigos, son las cosas simples que además del trabajo lo motivan para no perderle pisada a la vida.

La predisposición por el trabajo ha sido un sello distintivo en su vida.


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