El rostro eterno:Forest Whitaker

Su rostro elegante, pleno de inocencia, ha sobrevivido al acoso constante de los flash que convierte la carne en plástico y congela el espíritu de los actores en Hollywood.

Como Julio Cortázar, como James Dean, como Marilyn, Forest Whitaker no conoció jamás el paso de los años, el irrefutable surco que dejan el dolor y la desazón de ser y no ser.

Que no se confunda esto con algún tipo de incapacidad para transmitir emoción. Whitaker es expresivo, auténtico, puro. El asunto es que no envejece. No al estilo de Al Pacino o Robert de Niro que cambian y embellecen con las canas.

Su aire de bebé gigante fue el sustento de aquel filme de Neil Jordan «El juego de las lágrimas». Toda la sensibilidad del guión está atravesada por la humanidad excedida e inimputable de Whitaker. Una presencia abismal que permanece aun después de que el personaje termina arrollado por un camión del ejército, justo cuando Stephen Rea lo persigue sin convicción. En cuanto el golpe fulmina al soldado norteamericano, su carita de chico mimoso se roba la historia que continúa por un rato largo. La trastorna.

Brazos enormes, cabeza de toro, ojos tristes que lo han visto todo.

Es capaz de hacer un marine atrapado por el IRA, un gángster comiquísimo en los lejanos «50, que recreó Bill Duke para su película «Furia en Harlem», un medium indiferente en «Especies» y hasta el amigo del alma de John Travolta en «Fenómeno» y nunca, pero nunca hacernos sentir que no es quien dice ser.

Muchos otros podrían haber sido Charlie Parker, sin embargo fue Whitaker, tan joven, tan exquisitamente desubicado quien resucitó el despilfarro propio de la leyenda.

Nadie con su impronta ni su tremenda energía para interpretar al más grande y desquiciado saxofonista de jazz de todos los tiempos. Dicen que cuando murió Parker de apenas 39 años fue confundido con un hombre de 60. Así de curtido estaba por la heroína, el alcohol y sobre todo por el dolor de su existencia. Tal vez el único defecto de «Bird» de Clint Eastwood sea aquella escena final en la que el médico dictamina: «edad: 60 años aproximadamente». Es que Whitaker fue incapaz de transmitir en su piel la vejez del músico. Consiguió todo lo otro; la pasión, la tortura de cada día, el desafío a la muerte, el cansancio, pero no los años. Así Parker moría en el sillón de una amiga fresco y patético. Una versión distinta a la realidad, no por eso menos desgarradora.

Whitaker pudo ser «El perfecto asesino» de Luc Besson, «El coronel no tiene quien le escriba» de Arturo Ripstein, el policía ultraduro de «Flores de Fuego» de «Beat» Takeshi, es decir ha nacido para sostener él solo un filme y otorgarle el tono, la identidad y el tiempo necesarios.

Como si la cámara fuera apenas su reflejo, un pretexto de sí mismo. Ahora, en la última película de Jim Jarmusch, «El camino del samurai (Ghost Dog»)» es un samurai moderno, asumido por una ciudad del nuevo milenio.

Como León (o mejor dicho Jean Reno), el personaje de «El perfecto asesino», es un «limpiador» a sueldo con un código de honor extractado de esa antigua cofradía.

En las imágenes se lo ve increíblemente joven. Otra vez el tiempo se ha detenido ante su presencia. El aire, el polvo, la ruina que nos ronda no se atreven a tocarlo. Y, pensándolo bien, Jarmusch, el autor de «Bajo el peso de la ley» y «Una noche en la tierra», goza del mismo privilegio. Ambos tal vez bebieron de la fuente de la eterna juventud.

Su dolor es el que cuentan sus ojos, el tono de su voz, la velocidad de sus gestos. En todo lo demás Forest Whitaker es la máscara de un angel que llora por dentro. Donde va la procesión.

Claudio Andrade


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