El malhumor tan temido
Puede que la decisión del presidente Fernando de la Rúa de intervenir personalmente en el embrollo provocado por la violencia en el fútbol se haya debido a su afán un tanto populista de desempeñar un papel protagónico al encargarse de ahuyentar el malhumor que ha sido ocasionado por la ausencia en la pantalla televisiva del pasatiempo nacional favorito, pero se equivocan aquellos que la han tomado por evidencia de nada más que la frivolidad a su juicio irremediable de los mandatarios actuales. La violencia, se dé en una cancha de fútbol o en cualquier otro contexto, es mala por antonomasia, y si bien sería aventurado considerar la conducta criminal de los barrabravas locales un síntoma más de la crisis generalizada que está experimentando el país -al fin y al cabo, en Alemania, Holanda y el Reino Unido, naciones relativamente prósperas, incidentes similares son frecuentes y, para colmo, muchos «hooligans» tienen ingresos envidiables- no cabe duda de que está incidiendo de forma muy negativa en el clima social, contribuyendo a propagar la idea de que la Argentina se ve atrapada en una espiral descendente. Por cierto, si nos acostumbráramos a considerar «normal» en vista de las circunstancias económicas la barbarie que periódicamente estalla entre bandas rivales de hinchadas, no tendríamos que esperar mucho tiempo para que el mismo fenómeno invadiera otros ámbitos, entre ellos el supuesto por la política. Asimismo, es forzoso reconocer que para muchísimas personas el fútbol, mejor dicho, las vicisitudes de su club preferido y de la selección nacional, son un asunto de gran importancia, de suerte que es lógico que las autoridades se esfuercen por asegurar que todos tengan la oportunidad de disfrutar del espectáculo en paz.
Como es notorio, al gobierno le preocupa sobremanera el estado de ánimo de la gente, razón por la cual los propagandistas oficiales están esforzándose, sin demasiado éxito, por perpetuar el clima que imperaba brevemente en el país durante los primeros días de la gestión de De la Rúa, cuando lo que importaba eran las promesas, no lo efectivamente hecho. Por motivos similares, las usinas gubernamentales están tratando de difundir la impresión de que, las apariencias no obstante, De la Rúa es un presidente «fuerte» e hiperactivo que sabe tomar decisiones muy rápidas. Esta estrategia, que según parece se inspiró en el ejemplo brindado por el también mediático neolaborismo británico del primer ministro Tony Blair, plantea el peligro evidente de que el gobierno termine privilegiando las imágenes hasta tal punto que desdeñe por completo la realidad, pero siempre y cuando las campañas propagandísticas de este tipo no se separen por completo de lo que realmente está sucediendo en el país, pueden incidir de manera positiva en la vida nacional.
Incluso las crisis sociales más claramente «objetivas», las provocadas por el desempleo masivo, el hambre y la extrema pobreza, son en cierto modo «subjetivas», porque están vinculadas con lo que sienten las personas. Es por eso que las mejoras económicas no necesariamente contribuyen a mejorar la «sensación térmica» imperante: en muchos países ahora ricos abundan los que recuerdan con nostalgia épocas signadas por la estrechez en las que a pesar de todas las muchas penurias la mayoría estaba convencida de que pronto se alcanzarían metas valiosas. En la Argentina actual esta ilusión necesaria, sea realista o no, propende a debilitarse cada vez más, acaso porque casi todos los dirigentes, trátese de políticos, intelectuales o eclesiásticos, tomarían el eventual surgimiento de una economía «liberal» tan productiva como aquéllas de los países actualmente más avanzados por un «fracaso», aun cuando los beneficios fueran repartidos de manera equitativa. Tal actitud puede entenderse a la luz del compromiso histórico del PJ, la UCR, los partidos de izquierda y, a su modo, la Iglesia Católica con esquemas socioeconómicos muy distintos del internacionalmente vigente, pero la desesperación que ayuda a propagar en los sectores más necesitados no puede sino tener consecuencias nefastas.
Puede que la decisión del presidente Fernando de la Rúa de intervenir personalmente en el embrollo provocado por la violencia en el fútbol se haya debido a su afán un tanto populista de desempeñar un papel protagónico al encargarse de ahuyentar el malhumor que ha sido ocasionado por la ausencia en la pantalla televisiva del pasatiempo nacional favorito, pero se equivocan aquellos que la han tomado por evidencia de nada más que la frivolidad a su juicio irremediable de los mandatarios actuales. La violencia, se dé en una cancha de fútbol o en cualquier otro contexto, es mala por antonomasia, y si bien sería aventurado considerar la conducta criminal de los barrabravas locales un síntoma más de la crisis generalizada que está experimentando el país -al fin y al cabo, en Alemania, Holanda y el Reino Unido, naciones relativamente prósperas, incidentes similares son frecuentes y, para colmo, muchos "hooligans" tienen ingresos envidiables- no cabe duda de que está incidiendo de forma muy negativa en el clima social, contribuyendo a propagar la idea de que la Argentina se ve atrapada en una espiral descendente. Por cierto, si nos acostumbráramos a considerar "normal" en vista de las circunstancias económicas la barbarie que periódicamente estalla entre bandas rivales de hinchadas, no tendríamos que esperar mucho tiempo para que el mismo fenómeno invadiera otros ámbitos, entre ellos el supuesto por la política. Asimismo, es forzoso reconocer que para muchísimas personas el fútbol, mejor dicho, las vicisitudes de su club preferido y de la selección nacional, son un asunto de gran importancia, de suerte que es lógico que las autoridades se esfuercen por asegurar que todos tengan la oportunidad de disfrutar del espectáculo en paz.
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