Devotos del poder

por HECTOR MAURIÑO

vasco@rionegro.com.ar

No sería de extrañar que, de seguir trepando el precio del barril de petróleo, Jorge Sobisch mande a levantar un estadio para 100.000 personas. Después de todo, el Ruca Che le está quedando chico y el viernes se tuvo que contentar con juntar apenas 10.000 almas. «No ponemos 20.000 porque no entran», se jactó el gobernador.

Para concretar esta pequeña proeza, al oficialismo no le alcanzó con arrear a todos los pobres que comen de su mano; tuvo que persuadir también a buena parte de los empleados públicos de que más les vale dejarse llevar que ponerse en evidencia. El MPN es la cadena de favores y compromisos más dilatada de la Patagonia.

La ciudad se paralizó. No quedó dependencia pública en la que, contentos unos, malhumorados los más, todos no se afanaran por llegar presurosos al magno acontecimiento. Quizá no esté lejano el día en que hasta los desprevenidos turistas que pasen por aquí sean arreados para hacer número en el templo oficial.

Al costo de mortificar a multitudes, Sobisch reventó el Ruca Che y concretó su gigantesca demostración de fuerza, destinada acaso a impresionar a su socio-invitado, Mauricio Macri; a sus golpeados adversarios del kirchnerismo y a los remisos que no se quieren convencer de que por estas latitudes reina urbi et orbi sobre bienes y haciendas.

Un Sobisch sereno, seguro de sí, se permitió hacer un discurso moderado. No atacó, como es su costumbre, al presidente ni a la oposición. Simplemente clavó una espina entre peronistas y radicales, cuestión de capitalizar el descontento por las muchas chapucerías del Frente Cívico para l Victoria. El gobernador sabe que con lo propio no alcanza, también hay que dividir al adversario.

Es menester admitirlo, el candidato del Movimiento de las Provincias Unidas (¡!) -un nombre imposible que recuerda vagamente al Billiken- no se arredra ante el primer traspié.

Su plan de inmolar en la piedra de los sacrificios a Jorge Sapag, su competidor más cercano, fracasó (los hijos de Elías Sapag no tienen pasta de mártires), pero no por ello el candidato presidencial neuquino se dejó ganar por el desánimo. Por el contrario, como buen general, se puso al frente de su tropa.

Para bien o para mal, a Sobisch le sobra la coherencia que les falta a sus adversarios. Ya llegará el momento de pasarle la factura a su antiguo socio. Por más que haga buena letra prestando imagen para la campaña, Sapag sabe bien que si Sobisch pierde será Gardel, pero si gana, no habrá olvido ni perdón.

Hasta ahora, el gobernador hizo de la debilidad una virtud. Su principal argumento de cara al electorado es su propia figura, sin la cual -insinúa- puede peligrar ese negocio para todos que se llama Movimiento Popular Neuquino.

De esta forma garantiza también la polarización con la figura de Kirchner, cuyos seguidores padecen del mismo síndrome: sólo tienen para agitar la figura de su jefe.

Claro que en su afán por arrastrar al adversario a su propio terreno, el gobernador se cuida muy bien de hablar de la reforma. Por desgracia para sociólogos y estadísticos, nadie da la vida por cuestiones tan etéreas. La propuesta oficial de destrozar la Constitución para hacer no se sabe bien qué cosa es un asunto peligroso que no conviene menear demasiado. Por eso Sobisch se limita a agitar su propia imagen.

«Cuando terminen de ponerse de acuerdo sobre las candidaturas, les llevaremos dos meses de ventaja», se jactó ante los suyos el hombre que decide, una por una, todas las candidaturas del MPN.

Mientras Sobisch echaba a andar su implacable maquinaria electoral, el kirchnerismo amagaba con despertarse. Quien pegó el golpe de timón fue el propio presidente. No hace falta estar sentado en el sillón de Rivadavia para apreciar que, dividido por mil pujas menores, el Frente Cívico para la Victoria marchaba -aún no termina de remontar esa situación- al más rotundo de los fracasos.

Pero Kirchner apreció el abismo en toda su magnitud y tomó una decisión enderezada a modificar ese estado de cosas: llamó al único hombre de la oposición que sigue moviendo la aguja en las encuestas y lo puso al frente de la campaña. Antes, le endulzó el oído delante de Alberto Fernández y Oscar Parrilli: le prometió que será su candidato a gobernador para el 2007.

El intendente no cree en cuentos de hadas, pero sabe que ha sufrido un desgaste por los desafortunados vaivenes del Frente. En la fragmentada coalición opositora nadie es inocente, Parrilli y Quiroga menos; al fin y al cabo, la falta de conducción y de lineamientos claros es imputable a los jefes.

En el caso de Quiroga, para colmo de males, el prolongado conflicto municipal, aunque se arregló esta semana, se constituyó en una mancha en su gestión.

Este cuadro también lo conoce Kirchner. Por eso y porque el presidente sabe que el líder radical es, como él y como Sobisch, un devoto del poder que sólo se consolará ganando, lo ungió timonel.

Quiroga también entiende de qué se trata la cosa: sabe que la única bandera que puede unificar ese mosaico de buenas intenciones que es el Frente es el alto grado de consenso que tiene la gestión presidencial en todas las encuestas. Por eso el muy liberal Quiroga salió de la Casa Rosada virado al kirchnerismo.

Como Sobisch cuando se tuvo que poner al frente de su tropa, Quiroga -acaso, de ahora en más 'Kiroga'- sabe que está jugado.


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