La Peña: Prefiero que las puertas sigan sin llave

No recuerdo ni una sola vez en mi infancia haber encontrado la puerta de mi casa con llave. Ni la de mis amigos. Podía ir a la casa de ellos, entrar y si no estaban o dormían la siesta, sentarme a esperar. No pasaba nada, nadie se sorprendía si nos encontraba en su casa. Nadie sospecharía de nosotros. Todos sabíamos que el que entraba estaba autorizado a hacerlo, aunque no estuviera escrito.
Es que nos basábamos en la confianza y siempre había una razón para entrar sin permiso. O en todo caso golpeábamos la puerta y alguien de adentro nos gritaba que pasáramos.
No había una obsesión por la seguridad. Tanto que una vez me olvidé la bici apoyada en el cordón de la vereda de un amigo, a seis o siete cuadras. Fui a la siesta, me volví caminando y a la noche recordé que había dejado la bici en su casa. Volví y estaba en el mismo lugar.
Así era nuestra infancia y tal vez por eso la confianza para no tomar tanto recaudo. Le teníamos más miedo a las arañas o a los alacranes que a los seres humanos. Si hubo seres complicados no los conocimos, porque nos movíamos en un pueblo donde romper un vidrio de un auto era inimaginable o llevarse algo del mercado implicaba más o menos un camino derecho al infierno.
No era posible que alguien pusiera rejas en su casa, y si las ponían eran de adorno, algo que tenía que ver con la arquitectura, no con la seguridad. Los autos de la cuadra siempre estaban abiertos. No existían las alarmas y la palabra valía.
Tanto cambiaron las cosas que ese mismo escenario es impensable en las ciudades, aunque en los pueblos, en algunos, todavía se puede vivir así.
No sé si es nostalgia, pero añoro ese escenario donde las libertades eran libertades, donde los horarios no tenían que ver con la luz del sol, donde se podía circular sin temores. En algunas década pasamos por todos estos escenarios y me atreví a discutir la palabra progreso. Con algunas cosas prefiero que el tiempo no pase, que la puerta siga sin llave.


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La Peña

No recuerdo ni una sola vez en mi infancia haber encontrado la puerta de mi casa con llave. Ni la de mis amigos. Podía ir a la casa de ellos, entrar y si no estaban o dormían la siesta, sentarme a esperar. No pasaba nada, nadie se sorprendía si nos encontraba en su casa. Nadie sospecharía de nosotros. Todos sabíamos que el que entraba estaba autorizado a hacerlo, aunque no estuviera escrito.
Es que nos basábamos en la confianza y siempre había una razón para entrar sin permiso. O en todo caso golpeábamos la puerta y alguien de adentro nos gritaba que pasáramos.
No había una obsesión por la seguridad. Tanto que una vez me olvidé la bici apoyada en el cordón de la vereda de un amigo, a seis o siete cuadras. Fui a la siesta, me volví caminando y a la noche recordé que había dejado la bici en su casa. Volví y estaba en el mismo lugar.
Así era nuestra infancia y tal vez por eso la confianza para no tomar tanto recaudo. Le teníamos más miedo a las arañas o a los alacranes que a los seres humanos. Si hubo seres complicados no los conocimos, porque nos movíamos en un pueblo donde romper un vidrio de un auto era inimaginable o llevarse algo del mercado implicaba más o menos un camino derecho al infierno.
No era posible que alguien pusiera rejas en su casa, y si las ponían eran de adorno, algo que tenía que ver con la arquitectura, no con la seguridad. Los autos de la cuadra siempre estaban abiertos. No existían las alarmas y la palabra valía.
Tanto cambiaron las cosas que ese mismo escenario es impensable en las ciudades, aunque en los pueblos, en algunos, todavía se puede vivir así.
No sé si es nostalgia, pero añoro ese escenario donde las libertades eran libertades, donde los horarios no tenían que ver con la luz del sol, donde se podía circular sin temores. En algunas década pasamos por todos estos escenarios y me atreví a discutir la palabra progreso. Con algunas cosas prefiero que el tiempo no pase, que la puerta siga sin llave.

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