La confusión entre Estado y gobierno
Por Ricardo Gamba
La distinción entre Estado y gobierno es probablemente el origen de muchas de las dificultades relacionadas con el problema de la gobernabilidad en nuestra sociedad. Doctrinariamente se suele distinguir entre formas de Estado y de gobierno, aludiendo fundamentalmente a la consideración de los aspectos más estables y duraderos de la organización política, como el tipo de constitución, los derechos fundamentales que se tutelan, la estructura territorial del poder, etc., en el primer caso, y a un aspecto particular de la existencia del Estado: la conformación y organización de quienes asumen la responsabilidad de representar el poder del Estado, en el segundo.
Nadie tiene la menor dificultad en distinguir entre un gremio y su comisión directiva o entre un club y la suya, pero respecto del Estado, domina una indistinción paralizadora. Cualquier sindicalista, aun el más opositor a la conducción del momento, tiene en claro, y lo revela en sus comportamientos, que su oposición a dicha conducción no debe llegar nunca a debilitar al gremio como tal. Por ese motivo es común ver a enemigos internos irreconciliables que se unifican monolíticamente cuando lo que está en juego es lo permanente de la asociación. Ninguna diferencia interna tiene la suficiente envergadura como para poner en peligro el poder y la existencia de la organización. Esta conciencia de pertenencia a una asociación se da tanto en el nivel de las agrupaciones políticas como en la de sus miembros, que guardan una fidelidad al grupo que le permite a éste permanecer en el tiempo y hacer uso del poder que eso le otorga. Por ello las resoluciones de la comisión directiva de un gremio se acatan disciplinadamente aunque no se concuerde con ellas, aceptándose naturalmente la imputación de la decisión de la conducción circunstancial a la organización.
Esta es la distinción que no se hace respecto del Estado. El sentido común, que tan bien y espontáneamente funciona en todas las organizaciones, no parece aplicarse a éste, y en ello debemos buscar la causa de su debilidad estructural. El no sentirse miembro del Estado es mucho más que un problema psicológico: hace a las posibilidades mismas de su existencia y poder, por la obvia razón de que ninguna asociación puede tener más entidad real que la que emane del compromiso de sus miembros.
Como la consecuencia práctica más negativa de esta incapacidad alojada en nuestra cultura política, no se aceptan las decisiones del gobierno como pertenecientes al Estado, más allá de los acuerdos o desacuerdos que puedan existir con ellas, inevitables, por otra parte, en una sociedad pluralista. Por un lado se reduce el Estado al gobierno y simultáneamente éste al partido político que posee el Ejecutivo, con lo cual queda negada, en nombre de una falsa idea del pluralismo y la democracia, toda institucionalización legal de los procedimientos, como consecuencia de lo cual no llega nunca a reconocerse como conformada, como existente por sí, la voluntad propia del cuerpo político, distinta de la de las fracciones antagónicas que participan en el proceso de deliberación.
De este modo, la lucha política permanece en un plano en el que se transforma en ilegítima y devastadora. No se puede reconocer la diferencia entre el debate político previo a una toma de decisiones y la decisión tomada por los medios institucionales que transforma esa opinión en la voluntad del Estado, y que la retira de la discusión hasta tanto no se reabran los mecanismos institucionales que puedan habilitar una nueva. A todos quienes están en la oposición les parece que la decisión del Parlamento o del Ejecutivo permanece como la decisión de una fracción política particular, lo que legitimaría que se la siga cuestionando y discutiendo como si no hubiera pasado a la esfera de la voluntad del Estado conformada, como si nada significativo se agregara con la votación y decisión de los cuerpos legitimados del Estado.
El resultado de esta forma de concebir las relaciones entre gobierno y Estado es, naturalmente, la debilidad estructural de éste, su inexistencia como un poder autónomo de las fracciones que componen a una sociedad. La ausencia de acatamiento de sus decisiones, producto de que se las ve siempre como decisiones de un sector y no del Estado en tanto tal, determina que carezca del poder que debe tener para poder cumplir con las finalidades que por otra parte se le exigen sistemáticamente, y aun en demasía. Así, al tiempo que se le solicitan al Estado realizaciones que supondrían un enorme poder de decisión y coactividad, se le niega al gobierno dicho poder, al ubicarlo como una fracción más de las que pueblan el panorama social, y pretender que éste debe negociar de igual a igual con las corporaciones.
Está instalado como perteneciente al sentido común de nuestra vida política que el gobierno debe «dialogar» o «negociar» con los grupos que reclaman frente a él, como si tuvieran la misma legitimación y fuera lo mismo la palabra y la voluntad de éste que la de cualquier grupo autoconstituido que pretende alguna cosa: es decir, negándole el carácter de representante del Estado. El gobierno, deslegitimado desde el inicio, no tiene más alternativa que manejarse entre dos extremos indeseables para una sociedad: el de imponer exclusivamente por el uso de los instrumentos coactivos que posee, algo que depende de su fuerza real como fracción -pues la deslegitimación de las decisiones también afecta al uso de los instrumentos para hacerlas respetar-, y el permitir la inobservancia de la ley, solución que, por más cómoda y «simpática», es la que sistemáticamente se ha venido adoptando. El resultado es más que conocido: la ley, la voluntad del Estado, no es mucho más que un montón de palabras escritas.
La esencia del Estado democrático, que es la de establecer un poder que esté por encima de los poderes fácticos pero conformado a través del diálogo y la deliberación pública en sus órganos establecidos al efecto, desaparece en la mera formalidad de la decisión que convalida negociaciones efectuadas en otros ámbitos y de carácter secreto, y estatuye la verdadera naturaleza de las decisiones: la de la fuerza y capacidad de presión de las fracciones de interés, que así toman al Estado como su botín y sólo le rinden obediencia en la medida en que sus aspiraciones particulares hayan sido satisfechas.
De aquí surge con evidencia la razón por la cual las políticas son erráticas y cortoplacistas: todo depende de una negociación permanente, nada hay de duradero y todo deviene según las cambiantes relaciones de fuerza de los actores involucrados.
Mientras subsista la ignorancia respecto de la distinción entre Estado y gobierno, no podremos evitar este pantano en el que jamás podemos encontrar el suelo más o menos firme de la decisión que ha superado el momento de la deliberación y se ha establecido como una voluntad que, representada y ejecutada por el gobierno de turno, ha adquirido un valor más duradero y estable que la opinión de los sectores que contribuyeron a formarla.
La distinción entre Estado y gobierno es probablemente el origen de muchas de las dificultades relacionadas con el problema de la gobernabilidad en nuestra sociedad. Doctrinariamente se suele distinguir entre formas de Estado y de gobierno, aludiendo fundamentalmente a la consideración de los aspectos más estables y duraderos de la organización política, como el tipo de constitución, los derechos fundamentales que se tutelan, la estructura territorial del poder, etc., en el primer caso, y a un aspecto particular de la existencia del Estado: la conformación y organización de quienes asumen la responsabilidad de representar el poder del Estado, en el segundo.
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