El pesimismo se pone de moda

Muchos han encontrado muy seductora la idea de que todas las civilizaciones –incluyendo, desde luego, a la propia– son entes orgánicos que un día morirán. Ya antes de publicarse en 1918 el primer tomo del ensayo de Oswald Spengler, “La decadencia de Occidente”, en el que el pensador alemán dio a entender que nuestro orden “fáustico” no tardaría en compartir el destino trágico de tantos otros, manifestar optimismo sobre el futuro de las sociedades de raíz europea fue considerado propio de ilusos. Si bien hoy en día pocos toman muy en serio las teorías imaginativas de Spengler sobre la evolución de las distintas sociedades humanas y los motivos por los que es limitada su expectativa de vida, el pesimismo que manifestó siempre ha merecido la plena aprobación de los convencidos de que hay algo fundamentalmente perverso en la raíz del mundo en que les ha tocado vivir y que por lo tanto merece ser destruido. Aunque las guerras, revoluciones, matanzas y hambrunas del siglo XX parecieron confirmar dicho punto de vista, los familiarizados con la historia de nuestra especie podrían señalar que, a partir de 1945, para la mayoría abrumadora de los occidentales la vida se ha hecho muchísimo menos brutal que en cualquier otra época. Por lo demás, quienes viven en los países “avanzados” poseen los medios necesarios para defenderse, sin esforzarse demasiado, contra los dispuestos a despojarlos de lo que tienen. Sería de suponer, pues, que a pesar de reveses esporádicos que son menores en comparación con los experimentados por nuestros antecesores, las elites occidentales se creerían más que capaces de superar las dificultades que enfrentan, pero sucede que brindan la impresión de que ya han oído el doblar de campanas informándoles que el fin está aproximándose. Para algunos, la caída será obra del calentamiento global provocado, dicen, por nuestras actividades económicas, tesis ésta que hubiera complacido a Spengler; para otros, Némesis llegará en la forma de otra civilización, la de China. En Estados Unidos está de moda prever que antes de mediados del siglo actual China será dueña de la mayor economía mundial, lo que le permitiría asumir el papel de nación hegemónica. El presidente Barack Obama y quienes lo rodean están procurando preparar a sus compatriotas para un futuro en que su propio país sea a lo sumo una potencia regional, razón por la que sus aliados en el resto del mundo tendrán que entender que no les convendría depender demasiado del apoyo norteamericano. ¿Se justifica el repliegue así supuesto? En vista de que la economía estadounidense sigue siendo por un margen muy amplio la mayor del planeta y que sus fuerzas armadas son más poderosas que todas las demás combinadas, la humildad de su gobierno actual parece un tanto exagerada, pero lo que falta no son los medios sino la voluntad. Conforme a los criterios de tiempos ya idos, los norteamericanos no tienen muchos motivos para preocuparse; conforme a los propios de una democracia moderna, no tienen otra alternativa que la de privilegiar los asuntos internos y dejar de tratar de arreglar los de pueblos ajenos aun cuando sepan que lo que suceda en Afganistán, Pakistán, Irán y Arabia Saudita podría tener repercusiones devastadoras en su propio país. En Europa, el pesimismo se ha institucionalizado. En el bien llamado “Viejo mundo” se da por descontado que el terremoto financiero del 2008 pulverizó para siempre lo que hasta entonces pareció “normal”, que los países del sur, encabezados por Grecia, continuarán deslizándose hacia la bancarrota, que Alemania se negará a desempeñar el papel de locomotora continental, que Francia se ensimismará y que el Reino Unido terminará ahogándose en un océano de deudas. En todos estos países, los “derechos adquiridos” por una parte sustancial de la población mientras duraron los años gordos han alcanzado dimensiones tan enormes que será imposible honrarlos a menos que las economías europeas comiencen pronto a crecer a tasas chinas, algo que, desde luego, no podrán hacer. Conscientes de esta realidad, muchos sindicatos en Europa están organizando “planes de lucha” que consistirán en protestas multitudinarias coordinadas, huelgas sectoriales y una negativa tajante a permitir cualquier “ajuste”. A la luz de las tradiciones occidentales en la materia, tal reacción puede considerarse lógica, pero también será contraproducente, ya que contribuirá a reducir todavía más la capacidad de las sociedades afectadas para salir bien paradas de la crisis sistémica que se ha declarado. Acaso sería justo que pagaran “los plutócratas” como están pidiendo los atribulados empleados públicos griegos y sus homólogos de otros países, pero no hay forma de obligarlos a hacerlo que no conllevara el colapso del modelo económico que hizo posible el bienestar al que tantos se han acostumbrado. Asimismo, lo que para izquierdistas veteranos es en el fondo un conflicto entre distintas clases sociales puede interpretarse también como un conflicto entre generaciones. En última instancia, todos los esquemas que sirven para asegurar a los jubilados o desocupados un ingreso adecuado dependen de los aportes de quienes trabajan. Puesto que en todas partes propende a aumentar la proporción de “pasivos” en relación con “los activos”, en su conjunto los empleados más jóvenes tendrán que aportar cada vez más, pero a causa de las medidas que se han adoptado para proteger a quienes ya cuentan con puestos de trabajo estables, les está resultando más difícil por momentos conseguir un empleo permanente. Para agravar todavía más la situación en la que se encuentran quienes están procurando encontrar un lugar en el mercado laboral, la desindustrialización, la exportación de tareas fabriles a países como China y los avances vertiginosos de la informática están eliminando con rapidez empleos que hasta hace poco permitían a personas sin talentos excepcionales percibir salarios que eran más que adecuados. He aquí un motivo por el que, en virtualmente todos los países, la riqueza adicional que se ha creado en años recientes se ha visto monopolizada por una minoría, mientras que los ingresos de los trabajadores comunes no han aumentado del todo. Puesto que millones de occidentales jóvenes se esforzaron, y en muchos casos se endeudaron, a fin de conseguir un diploma universitario sólo para descubrir que fueron preparados para un futuro muy distinto del que tendrán que enfrentar, parece inevitable que el pesimismo que tantos europeos y norteamericanos sienten se intensifique mucho en los meses próximos, asegurando así que la eventual recuperación luego de la debacle financiera resulte aún más difícil de lo que de otro modo sería.

JAMES NEILSON

SEGÚN LO VEO


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