El aroma de una historia: la panadería que une generaciones en Neuquén
Ana creció entre hornos y bandejas de facturas. Hoy sostiene con su hermana el negocio que su papá fundó a fines de los años 80 en Neuquén, El Molino Pan. Una panadería que resiste con trabajo familiar, aroma a pan casero y una clientela fiel.
Desde el mostrador de la panadería de la familia, Ana mira para atrás y recuerda su infancia entre el aroma a medialunas que invadía su casa y los crujidos de un pan recién salido del horno. Sus padres fundaron la panadería El Molino Pan hace 37 años, un comercio que hoy resiste el paso del tiempo con la nobleza manufacturera y la vocación heredada que transformó el oficio en un estilo de vida. En el día del Panadero, te contamos su historia.
El Molino Pan nació 1988. El papá de Ana Manente, actual encargada de la panadería, había trabajado antes en la panadería de un tío, y ahí aprendió el oficio. “Después empezó a independizarse de a poco, con ayuda de mis abuelos, que lo acompañaban en todo”, recuerda la joven.
La fábrica se alzó al lado de su casa, por eso recuerda escuchar desde las 03 de la mañana cómo los hornos empezaban a funcionar. «No nos molestaba, era algo cotidiano», dice. Unas horas después «te llegaba el olor a factura».
Lo curioso es que su papá no siempre fue panadero. Era docente, una vocación que lo acompañó por muchos años más de manera silenciosa. «Él iba a nuestras escuelas a mostrar como se hacía el pan o al jardín donde todos juntos hacíamos galletitas», rememora Ana.
Mientras su papá amasaba el proyecto, las mujeres de la familia también pusieron manos a la obra. Su mamá, su abuela paterna y su tía abrieron una sucursal sobre la calle Alderete 482, que todavía funciona y es la que Ana atiende cada mañana. “Ellas se encargaban de la atención al público. Siempre fueron mujeres las que estuvieron al frente del mostrador”, cuenta.

Es una dinámica que se mantiene hasta hoy. Ana trabaja allí junto a su hermana y una compañera más. “Nos fuimos turnando, pero siempre fue así. Mi tía se recibió de profesora de Ciencias de la Educación mientras trabajaba acá. Mi mamá estudió contaduría. Y ahora yo soy traductora. La panadería nos permitió eso: tener un trabajo estable y poder seguir formándonos”, valora.
Los años pasaron, pero los clientes fueron siempre los mismos, y se fueron sumando más. «Las ganas de atender, de que el cliente se lleve lo mejor y ser amable es lo más importante. Muchas personas suelen decirnos ‘qué bien que me atendiste'», expresa la joven que trabaja del otro lado del mostrador.
Fueron pocos los que comenzaron en la panadería, pero hoy trabajan más de 10 personas en la producción. También, sumaron una repostera.
Hace dos años, la panadería estuvo a punto de bajar sus persianas. Las dos empleadas de su madre se habían jubilado y parecía un buen momento para dar cierre al ciclo, pero Ana lo impidió. «Justo yo me había recibido y no tenía trabajo. Le propuse a mi mamá que me dejara hacerme cargo del turno de la mañana, que es el más movido», rememora Ana. Y así fue como el local se salvó.
Desde entonces, no solo se mantuvo abierto, sino que se renovó por completo, de la mano de Nancy, una amiga de la familia. “En enero lo remodelamos. Pintamos, cambiamos la vidriera, sumamos más luz, más color. Muchos creen que abrimos hace poco. Cuando les decís que estamos hace 37 años, no lo pueden creer”, dice entre risas.

Si hay algo que distingue a El Molino Pan es la repostería. Y ahí aparece Margaret, la repostera estrella. “Todo lo dulce lo hace ella. Tartas, tortas, alfajorcitos, scones… lo que se te ocurra. Todo lo que hace, se vende. Es una genia”, asegura Ana, con admiración. “Los fines de semana vuela todo”.
Pero lo más pedido, sin dudas, sigue siendo el pan. “Parece una pavada, pero muchas personas nos dicen que no encuentran otro igual. Que el pan de otros lados tiene muchos aditivos y no es lo mismo”, remarca.
Ana es traductora de inglés y cuando uno le pregunta qué será del futuro de la panadería, cuenta: “Hoy tengo ganas de ejercer de lo que estudié, pero también pienso en sostener esto. Mi mamá la manejó durante años sin estar todo el día ahí». Además, confiesa: «Es un negocio que anda bien y que es parte de mi vida. Me cuesta soltarlo”.
En una ciudad como Neuquén, donde hay panaderías cada pocas cuadras, sostener un emprendimiento familiar por casi cuatro décadas no es poca cosa. Menos aún cuando fue, y sigue siendo, un espacio de cariño y de comunidad.

Para Ana, la panadería no es solo un trabajo. Es parte de su identidad. “Crecí viendo a mis viejos levantarse temprano, hacer pan, atender gente con una sonrisa, resolver lo que haga falta. Aprendí de ellos eso de hacer las cosas con amor, aunque sea un oficio. Y hoy lo quiero seguir defendiendo”, cierra.
Desde el mostrador de la panadería de la familia, Ana mira para atrás y recuerda su infancia entre el aroma a medialunas que invadía su casa y los crujidos de un pan recién salido del horno. Sus padres fundaron la panadería El Molino Pan hace 37 años, un comercio que hoy resiste el paso del tiempo con la nobleza manufacturera y la vocación heredada que transformó el oficio en un estilo de vida. En el día del Panadero, te contamos su historia.
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