Roja obsesión: Ana Montes y su libro «La Flamenca» sobre la olvidada artista argentina Emilia Gutiérrez
Entre 2017, cuando vio un cuadro de Emilia Gutiérrez, y hoy la escritora y pintora Ana Montes investigó, persiguió y escribió sobre esta artista injustamente olvidada. "La flamenca", el libro que publicó este año, es una forma no sólo de acercarse a Gutiérrez sino también de rescatarla y rodearla de una poderosa ficción
Primero un cuadro. Con él, la artista. Enseguida, un color. En el instante -brevísimo- que va de la imagen a la firma y de la firma al rojo carmesí del colgante que tiene la protagonista del cuadro, Ana Montes, escritora y pintora ella, vio cómo crecía una suerte de obsesión. El cuadro era “El pocillo de café”. La artista, Emilia Gutiérrez.
Era 2017. Desde entonces, Ana Montes persiguió, investigó, y escribió sobre esa artista olvidada, una mujer que se recluyó 30 años en su departamento, luego de que dijera que los colores le hablaban y de que el psiquiatra le prohibiera usarlos.

Para Ana Montes, el resultado fue un cuento, después varios artículos y ahora una novela, “La flamenca”, que editó Seix Barral. En la historia, una mujer, que a veces es fantasma o doble de la artista, se encierra en un departamento heredado junto con un pájaro enjaulado y un cuadro -aquel cuadro- de Emilia Gutiérrez.

“El cuadro no me deja dormir. Siento demasiado su presencia. Prendo la luz para clavarle la mirada a los ojos desorbitados. Es como si estuvieran por salirse de la tela. Como si quisieran, y no pudieran, decirme algo”, escribe Ana Montes en “La Flamenca”. Y también esto: “Desde ese día comencé a sentirme habitada por una vida que no era la mía”.
El libro -escrito como fragmentos de falso diario, de listas, pensamientos aleatorios y anecdotario- es en parte, la historia de una obsesión. De eso habla Ana Montes en esta entrevista.
-¿Cómo fue el camino de “La flamenca”, desde la primera vez que escribiste sobre Emilia Gutiérrez hasta la novela?
-El camino empieza con el descubrimiento de Emilia Gutiérrez. La vi por primera vez en una clase de pintura, en un programa de artistas que se llamaba CIA, Centro de Investigaciones Artísticas, sobre pintoras mujeres olvidadas. Cuando apareció la imagen de un cuadro de Emilia, enseguida me remitió a uno que estaba en mi casa cuando yo era chica. Mi papá tenía una colección pequeña de cuadros de arte y había ahí una pintura muy parecida. A partir de eso me puse a investigar a la pintora. Era 2017. Dos años después, hubo una muestra de Emilia Gutiérrez en Cosmocosa, que es la galería de arte que tiene la mayor parte de su obra, y fui con mi padre a ver si estaba ahí esa pintura que recordaba de mi infancia, y que mi padre había empeñado en un momento de crisis.
Aquella pintura no apareció, pero sí “El pocillo de café”, que es la pintura de la novela, y que a mí me magnetizó. Ahí empecé a investigar sobre ella. En un momento escribí una nota en Página/12 sobre mi historia personal con la pintora y después también escribí un perfil para la revista Anfibia. Para eso hice bastante investigación, y en un momento tenía la idea de escribir un libro de no ficción sobre Emilia, pero fue muy difícil acceder a datos concreta sobre ella. Es una figura misteriosa, que se escapa hasta para investigarla. Y también estaba todo este mito fundante de sus alucinaciones auditivas, y de un psiquiatra que le prohibe los colores. Traté de conseguir la historia clínica, pero tampoco la encontré, y en esas derivas se empezó a colarse la idea de la ficción. Primero escribí un cuento que salió en mi libro “Meditación Madre”, que publiqué en el 2022, con un prototipo de historia parecido al de “La flamenca”.
-Cada uno de los pasos que fuiste dando marcan una especie de metejón o de obsesión con Emilia Gutiérrez. Me preguntaba si con “La flamenca” cerrás esa historia con Emilia.
-Ojalá que no y a la vez, a veces hay que llegar a un cierre. Pero justo esta semana, a partir de la novela, Sol Echeverría, que es una curadora y editora, contactó a la galería Cosmocosa para mostrar algunas pinturas de Emilia, porque siempre me preguntan en las entrevistas dónde se puede ver su obra y la verdad es que en ningún lado. Ahora surgió esta posibilidad y va a estar “El pocillo de café” . Van apareciendo cosas que fomentan el club de fans de Emilia. Gracias a esta búsqueda, pude conocer a Rafael Cipollini, que es el curador de la retrospectiva de Emilia Gutiérrez en el Fortabat, y que es una persona que hizo un trabajo enorme por rescatar a su figura. Más allá de eso, siento que “La flamenca” es la forma final de la escritura que encontré.
–La escritura de la novela es fragmentada, y también juega con la idea del doble, entre la protagonista que se encierra con el cuadro de Gutiérrez, y también se obsesiona con el rojo.
-Eso fue una decisión bastante adrede. Para mí, había algo de lo agujereado no sólo en el recorrido para encontrar información sobre ella, sino también en esa historia esquiva y en las lagunas mentales que aparecían alrededor de ella. Esos agujeros que tenía la historia los quería respetar y que se transmitieran de una manera formal en la novela. La historia avanza no sólo a través de una trama que es muy chiquita, sino a través de silencios, de omisiones. Todo lo que no está narrado es por algo y hay agujeros en la página, mucha página en blanco que también hacen avanzar esta trama. También me gustaba pensar en cómo es la forma de una mente. La narradora, que está un poco espejada en Emilia, tiene muchas lagunas mentales, está un poco confundida y me parece que una mente confundida no es una historia narrativa de principio a fin, cronológica, larga, sino que es un cuaderno de notas medio agujereado.
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-¿Y la obsesión por el rojo, por ese color que atraviesa toda la novela?
-Me pasó lo siguiente: después de que le dijeron que no podía pintar más, Emilia estuvo 35 años encerrada en un departamento, dibujando en blanco y negro. Hay cientos y cientos de dibujos de esa época. Logré acceder a ese archivo a través de uno de sus coleccionistas, que me dejó mirarlos. Cuando entré en ese archivo, encontré algo que me hizo armar una teoría que es totalmente mía, y que no tiene ningún fundamento, pero que es que cada tanto, había un detalle en lápiz rojo. Y eso mismo me hizo pensar en una teoría inventada de que tal vez el rojo era un color que no podía soltar y que cada tanto había una resistencia en dibujar un poquito con rojo. Hay muchos cuadros como “El pocillo de café” que tienen un rojo muy pregnante en algún lugar.
A partir de eso empecé a investigar sobre el rojo. El rojo es un color que tiene muchos significantes que tienen que ver con rendirse ante él. El toro se rinde ante la capa del torero, el rojo es el color de la sangre, del fuego, es un color muy fuerte, que llama mucho la atención. Hay algo ahí que me parecía que hacía una especie de posible personaje al color.

–Hay en la novela mucho de encierro, que remite a esa cosa pandémica.
-Primero, lo empecé a escribir saliendo de la pandemia, entonces eso está. Y segundo, en un momento en el que la tendencia es ir hacia afuera -hacer cada vez más cosas, mostrarse cada vez más, estar en todos lados, estar en las redes, estar en todos los eventos, estar, producir, producir, hacer, hacer, hacer-, me parecía interesante pensar en una narradora que se baja un poco de esa rueda de productividad que propone el mundo capitalista. Ella tiene una conexión vital porque persigue una obsesión y está conectada con algo, pero está medio afuera del mundo. De hecho, ella todo el tiempo tiene como unos recuerdos de su vida anterior en la que no paraba un segundo, trabajaba todo el día, iba, subía, caminaba. Ahí hay una fantasía que creo que tenemos todos que es pensar en ¿qué pasaría si me bajo un poco de esa?
-¿Qué lecturas te acompañaron mientras escribías “La Flamenca”?
Primero hice una serie de lecturas relacionadas al color rojo. Eso fue una investigación un poco más cromática, y leí dos libros que me sirvieron mucho. Uno que se llama “Te envío un rojo cadmio”, que es de John Berger y John Christie, un proyecto que reúne las cartas que se mandaban entre ellos con rojos. Después, hay un libro reconocido de Michel Pastoureau, “Breve historia de los colores”, que leí. También me sirvió mucho leer “Los ingrávidos”, de Valeria Luiselli, que también avanza de una manera fragmentaria y que fue clave. Y la verdad es que no la leí en la época que escribí “La flamenca”, pero siento que “Mi año de descanso y relajación” de Ottessa Moshfegh, ejerció alguna influencia.
-Vos además de escritora, sos artista plástica. ¿Cuánto se jugó de ese mundo en este libro?
-En realidad, a mí me gusta mucho escribir a partir de las imágenes. Siempre escribí así, con los recursos que me da la pintura. En la pintura vos observás y después recién tramitás cómo hacer esa traducción a la mancha, a la forma. La escritura es más mirar hacia adentro y la pintura es más mirar hacia afuera. A mí siempre me gustó escribir como con esa mirada hacia afuera.


Primero un cuadro. Con él, la artista. Enseguida, un color. En el instante -brevísimo- que va de la imagen a la firma y de la firma al rojo carmesí del colgante que tiene la protagonista del cuadro, Ana Montes, escritora y pintora ella, vio cómo crecía una suerte de obsesión. El cuadro era “El pocillo de café”. La artista, Emilia Gutiérrez.
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