La mente, esa desconocida

Por Héctor Ciapuscio

La depresión no es una enfermedad de ahora, pero es de ahora el temor obsesivo a ella en mucha gente y en todo el mundo. En estos tiempos de inseguridad se presenta, particularmente entre nosotros, como una amenaza omnipresente. Pero, insistimos, como enfermedad no es nueva sino muy antigua. Hasta hace tres siglos la llamaban «melancolía». Desde la Antigüedad -Hipócrates la trataba ya en el siglo IV aC- ha sido inseparable de la especie humana. Una compañera insidiosa cuyo origen sigue sin conocerse bien. ¿Vulnerabilidad orgánica o estrés externo? ¿Enfermedad genética o ambiental? ¿Con raíz en la infancia o en el género? Millones la han padecido y millones la sufren, aunque sus casos no sean famosos como los de Santa Teresa o Goethe, Shakespeare o Kant. Algunos de los que la conocieron la calificaron de diversas maneras. «Funeral en el cerebro», la definió Emily Dickinson, poeta. «Pestilencia», «destrucción nocturna», la identifican en la Biblia (Salmos, 91,6). «Posesión diabólica» la llamaron en la Iglesia. No perdona país o raza, riqueza o pobreza. Los números resultan casi increíbles. Por ejemplo, 19 millones de norteamericanos sufriendo «depresión crónica». Cifras equivalentes en otros países desarrollados. Ya hay quienes se preguntan si acaso puede considerarse «enfermedad» a la depresión cuando se sospecha que el 25% de los humanos la padecen, latente o manifiesta, enmascarada o no en otras enfermedades.

Un grito en un libro

Se ha publicado este año en Estados Unidos un libro autobiográfico cuyo título traducido sería «El demonio del mediodía: un atlas de la depresión», que ha de ser estimable no sólo para particulares sino también para la ciencia. La historia de Andrew Solomon -el caso de un depresivo de extrema lucidez y coraje- es de ésas que realmente enseñan. De familia acomodada, tuvo una infancia normal, aunque propia de un tímido a causa de su indefinida homosexualidad. Adulto y exitoso como escritor, habiendo superado varios episodios traumáticos, entre ellos el de su madre enferma suicidándose en presencia -acordada- de toda la familia, un día de su vida todo cambió para él. La depresión le sobrevino, silenciosa y sin anuncio, «como el paso de un gatito». Se encontró de pronto angustiado y vacío, sin poder cambiar de posición en su lecho. Entró en pánico y llanto incontenible. Se le desplomaron la conciencia y el mundo. Empezó a tener que ser lavado, vestido, alimentado. Buscó alivio con psicólogos y con píldoras por querer saber quién era, cuál su ser real, dónde terminaba él, dónde comenzaba el mundo. Lo ayudaron a veces y por poco tiempo. Siempre volvían el vacío y el terror. (Se pregunta un comentarista: ¿qué es lo tan destructivo en esta enfermedad que conduce tantas veces al suicidio? Parece ser la «internidad» de la aflicción, responde. Se puede ser fuerte respecto del cáncer, del dolor, de la muerte: éstos son atacantes «desde afuera», de la Providencia o el Destino. Pero la melancolía es el gusano dentro del pimpollo, uno que roe todo coraje y autorrespeto). Andrew Solomon se comparaba, cuando comenzaba el proceso, a como ir volviéndose ciego, o volviéndose sordo, o como un árbol sofocado por una asfixiante hiedra enroscada. El suicidio, escribe, es un seductor y aquellos que han navegado cerca de él están vivos sólo porque se taparon los oídos y huyeron de su canto de sirena. En una oportunidad lo escuchó. En 1995 procuró autodestruirse, un suicidio repelente contagiándose de sida con extraños. Sobrevivió, casi milagrosamente.

La enfermedad y su raro talento para narrar lo condujeron a la literatura. Un largo artículo sobre el proceso de su depresión que publicó en la «New Yorker» en 1998 produjo una extraordinaria respuesta de lectores. Se empeñó después en profundizar sus conocimientos y experiencia sobre la enfermedad entrevistando a gente afectada en lugares tan disímiles como Groenlandia, Camboya y el interior americano, para relatar después lo que ha sufrido y lo que sabe. Es el libro mencionado arriba, «The noonday demon: an atlas of depression», nominado en estos días por «The New York Times» para el National Book Award del 2001.

Comentaristas del libro dicen que sus revelaciones dejan enseñanzas. Una de ellas se refiere al reconocimiento de que el enfermo de la mente sufre un estigma especial e injusto. A casi todos les rechaza -y más en estos tiempos, cuando se cree que todo se soluciona con medicamentos- un ser humano cuyos signos son imprecisos, distintos de los de la gente «normal», uno en cuya cabeza no se sabe qué transcurre. Hay quienes hasta llegan a manifestarse cínicos ante la desgracia: «Yo no compro este negocio de la depresión». Lograr conciencia del sufrimiento de estos enfermos llama a la compasión; esto es una consecuencia de la lectura del libro. Otra enseñanza está en la experiencia de los remedios. Solomon no se manifiesta contra los psicotrópicos; antes bien, es positivo a pesar de la larga lista de productos con los que se trató y que lo aliviaron poco y sólo por un tiempo. Pero, se pregunta, ¿qué clase de existencia es la de alguien que puede sobrevivir gracias a la medicación? ¿Es vida eso? ¿Es salud?… También acepta los tratamientos de terapia verbal -hasta de electroshock- aunque no sea entusiasta de ellos. Definitivamente, el mejor alivio viene del afecto humano. Recuperarse, dice, depende enormemente del apoyo y cariño de un ser próximo. Es a su padre cuidándolo, acompañándolo, alimentándolo a trocitos como a un bebé cuando yace enflaquecido por una etapa cruel, a quien más le debe. Y es, se da cuenta, un sentimiento de gratitud hacia su padre -algo como una cuerda dura que corre por el centro de su ser- lo que quizá lo mantiene. Le gustaría vivir años suficientes (aunque sabe cuánto sufrimiento suyo les cabría) como para poder alimentar así a su padre si éste, cuando anciano, llegase a necesitarlo.


La depresión no es una enfermedad de ahora, pero es de ahora el temor obsesivo a ella en mucha gente y en todo el mundo. En estos tiempos de inseguridad se presenta, particularmente entre nosotros, como una amenaza omnipresente. Pero, insistimos, como enfermedad no es nueva sino muy antigua. Hasta hace tres siglos la llamaban "melancolía". Desde la Antigüedad -Hipócrates la trataba ya en el siglo IV aC- ha sido inseparable de la especie humana. Una compañera insidiosa cuyo origen sigue sin conocerse bien. ¿Vulnerabilidad orgánica o estrés externo? ¿Enfermedad genética o ambiental? ¿Con raíz en la infancia o en el género? Millones la han padecido y millones la sufren, aunque sus casos no sean famosos como los de Santa Teresa o Goethe, Shakespeare o Kant. Algunos de los que la conocieron la calificaron de diversas maneras. "Funeral en el cerebro", la definió Emily Dickinson, poeta. "Pestilencia", "destrucción nocturna", la identifican en la Biblia (Salmos, 91,6). "Posesión diabólica" la llamaron en la Iglesia. No perdona país o raza, riqueza o pobreza. Los números resultan casi increíbles. Por ejemplo, 19 millones de norteamericanos sufriendo "depresión crónica". Cifras equivalentes en otros países desarrollados. Ya hay quienes se preguntan si acaso puede considerarse "enfermedad" a la depresión cuando se sospecha que el 25% de los humanos la padecen, latente o manifiesta, enmascarada o no en otras enfermedades.

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