Sin salida

Redacción

Por Redacción

Pertenezco a la civilización occidental. Aquella que es una derivación lejana de la civilización de medos y babilonios, a través de los judíos y de los griegos. Aquellos que durante varios siglos se adueñaron del mundo entero, que llevaron a la tecnología a la situación actual en la que somos sus usuarios, pero también sus sirvientes y sus víctimas, empleando, sin decirlo, docenas de inventos de la civilización china. Llevando también la tecnología militar a los niveles de la actualidad, en la que somos capaces de destruirnos a nosotros mismos y cultivando su desarrollo hasta el punto en que su tráfico –legal o ilegal– es hoy el principal del mundo. Con esa tecnología militar y el invento del capitalismo, esa eterna carrera hacia adelante, que se cae si se detiene, conquistamos el mundo entero. Claro que no hubo solamente desarrollo militar, sino también se desarrolló la medicina, y la ciencia, y un arte tan sublime como el de los indios o chinos. Pero ninguna otra especie goza al torturar a su prójimo, mata por placer ni siente la necesidad de expandirse sin límites, incluso hacia el espacio exterior. Somos una especie agresiva y malvada y la cultura occidental, que aun hoy se cree superior a las demás y se expandió conquistando a las demás, somos tan malvados y crueles como cualquiera de los “salvajes” que despreciamos tan soberbiamente. Tal vez aún más, porque tenemos los medios para salvar a nuestros congéneres del hambre y preferimos venderles armas y apoderarnos de sus riquezas. Y además, predicarles nuestros valores, aquellos que son un pasacalle de propaganda y que ya son creídos por cada vez menos “salvajes”, de modo que tenemos que enfrentarlos para imponerles lo que proclamamos, si no nos creen o prefieren los suyos. No quiero ser injusto: hemos progresado un poco, además de haber crecido con desmesura. Seguimos torturando, pero a escondidas. Hemos reconocido que nuestro sistema es injusto, aunque no hacemos nada por hacerlo mejor, y algunos –muy poderosos y cada vez más ricos– consideran que el que los pobres puedan atenderse en un hospital sin tener que pagar es una política nazi o –mucho peor aún– socialista, es decir, solidaria, así como nos lo enseñan los antiguos textos que mientras tanto endiosamos. Nuestra evolución tecnológica imparable nos ha conducido a aberraciones como el consumo desmedido de los recursos de la Tierra, destruyendo aun los que llamamos “renovables” por una sobreexplotación y una intoxicación sin límites conocidos. Estamos destruyendo la Tierra –de la que todos formamos parte– de una manera que resultaría incomprensible a cualquier ser verdaderamente inteligente. Parece que nuestra inteligencia sólo llega a ciertas partes de la realidad y que la moral se encuentra en un órgano que nos hemos extirpado –si es que jamás lo tuvimos– pero del que seguimos hablando. En estos días nos encontramos divididos entre dos puntos de atención que, aunque no parezca evidente, están íntimamente relacionados entre sí por una de las fallas insolubles del sistema que nos domina: Libia y Fukushima. En ambos casos, el denominador común es un sistema que tiene casi tanta hambre de energía como de dinero. Hace décadas que Libia está en las manos de un sangriento dictador, contra el cual se han levantado sus súbditos. Gaddafi fue uno de los miembros del “Eje del mal” hasta hace pocos años. Terrorista confeso, pero tenía un país lleno de petróleo. Por lo tanto se admitió que prometiera portarse bien y dejó de ser malo para ser bueno. Ahora, cuando muchos de sus súbditos decidieron no aguantarlo más, vuelve a ser malo de un día para otro: es más, ahora es lícito bombardearlo con armas que después habrá que reponer, en beneficio de la industria más importante de todas –después de recuperar el control del petróleo libio como ayer del iraquí. Fukushima es la opción de un país carente de otros recursos, el país más expuesto a terremotos de todo el mundo. Es notable: las centrales nucleares aguantaron el terremoto, pero sus diseñadores no habían tenido en cuenta la exposición a los tsunamis. Ahora, se vuelve al fantasma de Hiroshima y de Chernobyl. Aunque no se abandonará la energía nuclear por falta de alternativas. Loco como está, el mundo necesita cada vez más energía. Los combustibles fósiles producen cambios climáticos que amenazan el futuro de nuestros nietos y, además, el gas y el petróleo se acabarán en pocas décadas. La hidroelectricidad es limitada y tiene un impacto ambiental enorme. Las fuentes “alternativas” –niños mimados de los ecologistas declamatorios– crecen velozmente pero ni siquiera cubren aún el 2% del parque energético mundial. La única solución es consumir menos; pero eso está en contra de las costumbres de los países desarrollados, estatus al cual aspiran países con miles de millones de habitantes como India y China. No abandonaremos nuestro camino al abismo hasta que sea tarde para frenar. “Catástrofe o Nueva Sociedad” se llamaba un trabajo de la Fundación Bariloche de 1970, que fue prontamente prohibido. Si se aplicaban los recursos a resolver los problemas de la gente –comida, techo, agua, educación, salud– el mundo entero podría ser hoy un lugar agradable en lugar de un infierno en ciernes. (*) Físico y químico

TOMÁS BUCH (*)


Pertenezco a la civilización occidental. Aquella que es una derivación lejana de la civilización de medos y babilonios, a través de los judíos y de los griegos. Aquellos que durante varios siglos se adueñaron del mundo entero, que llevaron a la tecnología a la situación actual en la que somos sus usuarios, pero también sus sirvientes y sus víctimas, empleando, sin decirlo, docenas de inventos de la civilización china. Llevando también la tecnología militar a los niveles de la actualidad, en la que somos capaces de destruirnos a nosotros mismos y cultivando su desarrollo hasta el punto en que su tráfico –legal o ilegal– es hoy el principal del mundo. Con esa tecnología militar y el invento del capitalismo, esa eterna carrera hacia adelante, que se cae si se detiene, conquistamos el mundo entero. Claro que no hubo solamente desarrollo militar, sino también se desarrolló la medicina, y la ciencia, y un arte tan sublime como el de los indios o chinos. Pero ninguna otra especie goza al torturar a su prójimo, mata por placer ni siente la necesidad de expandirse sin límites, incluso hacia el espacio exterior. Somos una especie agresiva y malvada y la cultura occidental, que aun hoy se cree superior a las demás y se expandió conquistando a las demás, somos tan malvados y crueles como cualquiera de los “salvajes” que despreciamos tan soberbiamente. Tal vez aún más, porque tenemos los medios para salvar a nuestros congéneres del hambre y preferimos venderles armas y apoderarnos de sus riquezas. Y además, predicarles nuestros valores, aquellos que son un pasacalle de propaganda y que ya son creídos por cada vez menos “salvajes”, de modo que tenemos que enfrentarlos para imponerles lo que proclamamos, si no nos creen o prefieren los suyos. No quiero ser injusto: hemos progresado un poco, además de haber crecido con desmesura. Seguimos torturando, pero a escondidas. Hemos reconocido que nuestro sistema es injusto, aunque no hacemos nada por hacerlo mejor, y algunos –muy poderosos y cada vez más ricos– consideran que el que los pobres puedan atenderse en un hospital sin tener que pagar es una política nazi o –mucho peor aún– socialista, es decir, solidaria, así como nos lo enseñan los antiguos textos que mientras tanto endiosamos. Nuestra evolución tecnológica imparable nos ha conducido a aberraciones como el consumo desmedido de los recursos de la Tierra, destruyendo aun los que llamamos “renovables” por una sobreexplotación y una intoxicación sin límites conocidos. Estamos destruyendo la Tierra –de la que todos formamos parte– de una manera que resultaría incomprensible a cualquier ser verdaderamente inteligente. Parece que nuestra inteligencia sólo llega a ciertas partes de la realidad y que la moral se encuentra en un órgano que nos hemos extirpado –si es que jamás lo tuvimos– pero del que seguimos hablando. En estos días nos encontramos divididos entre dos puntos de atención que, aunque no parezca evidente, están íntimamente relacionados entre sí por una de las fallas insolubles del sistema que nos domina: Libia y Fukushima. En ambos casos, el denominador común es un sistema que tiene casi tanta hambre de energía como de dinero. Hace décadas que Libia está en las manos de un sangriento dictador, contra el cual se han levantado sus súbditos. Gaddafi fue uno de los miembros del “Eje del mal” hasta hace pocos años. Terrorista confeso, pero tenía un país lleno de petróleo. Por lo tanto se admitió que prometiera portarse bien y dejó de ser malo para ser bueno. Ahora, cuando muchos de sus súbditos decidieron no aguantarlo más, vuelve a ser malo de un día para otro: es más, ahora es lícito bombardearlo con armas que después habrá que reponer, en beneficio de la industria más importante de todas –después de recuperar el control del petróleo libio como ayer del iraquí. Fukushima es la opción de un país carente de otros recursos, el país más expuesto a terremotos de todo el mundo. Es notable: las centrales nucleares aguantaron el terremoto, pero sus diseñadores no habían tenido en cuenta la exposición a los tsunamis. Ahora, se vuelve al fantasma de Hiroshima y de Chernobyl. Aunque no se abandonará la energía nuclear por falta de alternativas. Loco como está, el mundo necesita cada vez más energía. Los combustibles fósiles producen cambios climáticos que amenazan el futuro de nuestros nietos y, además, el gas y el petróleo se acabarán en pocas décadas. La hidroelectricidad es limitada y tiene un impacto ambiental enorme. Las fuentes “alternativas” –niños mimados de los ecologistas declamatorios– crecen velozmente pero ni siquiera cubren aún el 2% del parque energético mundial. La única solución es consumir menos; pero eso está en contra de las costumbres de los países desarrollados, estatus al cual aspiran países con miles de millones de habitantes como India y China. No abandonaremos nuestro camino al abismo hasta que sea tarde para frenar. “Catástrofe o Nueva Sociedad” se llamaba un trabajo de la Fundación Bariloche de 1970, que fue prontamente prohibido. Si se aplicaban los recursos a resolver los problemas de la gente –comida, techo, agua, educación, salud– el mundo entero podría ser hoy un lugar agradable en lugar de un infierno en ciernes. (*) Físico y químico

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