La Rivera, de Roca: un barrio sin voz y olvidado, dicen sus vecinos

Desamparo: este es fundamentalmente el sentimiento que roquenses que viven en este barrio alejado del casco céntrico manifiestan sobre su cotidianeidad. “Aquí, la precariedad y la desolación se palpan tan sólo con una simple mirada, que muchas veces le es negada”, afirma Miriam Flores, estudiante universitaria de periodismo y vecina del lugar.

HISTORIAS DE ACÁ

Con el seño fruncido, y aprovechando la ausencia de vehículos, doña Rosa se dispone a regar la polvorienta calle, con tan sólo un escaso hilo de agua que fluye, tímido, de la manguera. La tierra, resistente y seca, no absorbe ni una gota, y el agua se acumula formando numerosos charcos lodosos. Rosa, enceguecida por el sol de esa hora de la tarde, escucha el ruido de un motor y resuelve subirse a la vereda. Pero el calor del conductor y su apuro por llegar al río urgen. Pasa a toda velocidad, casi rozando a Rosita, que sin poder reaccionar, termina, desde la cabeza hasta los pies, totalmente embarrada.

Miriam Flores

Al sur de la Ruta Nacional número 22, a 5 kilómetros del centro, se ubica el barrio La Rivera, oculto en el anonimato, sólo considerado como acceso obligado al río o al Autódromo Parque de la ciudad de General Roca. Con frecuencia, erróneamente se lo denomina Barrio Apycar, haciendo referencia al balneario que se encuentra al sur. Los vecinos se molestan por la confusión y por sentirse constantemente ignorados: “Se llama barrio La Rivera porque se encuentra en la margen del Río Negro, y se escribe así, con V corta, no con B larga como lo escriben muchas veces”. Rodeado de chacras, y con una forma geográfica bastante irregular, el barrio fue declarado por el municipio de la ciudad como “Área especial de interés social”, interés que irónicamente se esfuma entre el polvo de las calles, cuyo recorrido hace visible las necesidades y carencias de un barrio sin voz, discriminado y olvidado. Saturnino, un viaje al pasado La comunidad rivereña tiene la fortuna de contar con la presencia de uno de los vecinos fundadores del barrio, Saturnino Cayutur, quien conjuga la riqueza de la historia y de un sinfín de anécdotas y recuerdos. Con la impiedad del tiempo marcada en la piel, pero con una memoria privilegiada, narra su testimonio con una pasión extraordinaria, con abundancia de detalles, fechas y nombres, logrando transportar a los espectadores a aquel tiempo de antaño, en el que La Rivera era monte. Alrededor de la década del `50 comenzó a funcionar un aserradero, perteneció a la familia Arrnada, que construyó precarias viviendas para sus empleados en las tierras que hoy forman parte del barrio, el que al principio llevó el nombre de esta familia, a quien los antiguos vecinos recuerdan con añoranza y cariño. A aquellos primeros vecinos, obreros del aserradero, se fueron sumando otras familias, venidas de otros puntos del país y de Chile que, con el deseo de aventurar quizás, se arraigaron en este suelo para no irse jamás. Una madrugada del año `58, en torno a una importante crecida del río, el entonces Barrio Armada quedó sepultado bajo las aguas. Las familias debieron ser evacuadas y fue Saturnino, quien en lancha y junto a uno de sus jefes del aserradero, se armó de valor y solidaridad para rescatar a sus vecinos de la desesperante situación. Lo perdieron todo. Las aguas arrastraron todo, incluidas las ilusiones. Con la mirada sostenida en la ventana, Saturnino cuenta con entusiasmo su aventura, emocionado, apasionado y con el orgullo digno de un héroe. “Nunca había subido a una lancha, pero tomé coraje y pensé que tenía que salvar a mis vecinos. Eso me dio fuerzas para desafiar al río”, dice. Pero las esperanzas renacieron un tiempo después, cuando los vecinos decidieron intentarlo nuevamente. Reconstruyeron, recuperaron y se fortalecieron en la lucha por defender su espacio. Y esa fuerza y convicción fue heredada por sus descendientes, quienes hoy permanecen aún en estas tierras, fieles, firmes y orgullosos de sus padres y abuelos, aquellos invencibles primeros pobladores. Saturnino, a partir de la inundación, formó parte de la comisión vecinal que se estableció más tarde y desde entonces ha luchado incansablemente por su barrio.

“Llegué acá en el `46, cuando no había nada, solamente pastizales, zorrinos y comadrejas” dice Saturnino.

Un puñado de buena gente Al caminar por las pedregosas calles rivereñas es fácil deleitarse con esas típicas escenas de barrio, el mate en la vereda, las charlas entre cercos, los niños jugando a la pelota, las señoras que riegan las calles para apaciguar un poco el polvo que dejan aquellos desalmados, aquellos que transitan los caminos sin reparos, como ignorando que La Rivera es un barrio, un barrio con buena gente. La mayoría de los vecinos son trabajadores rurales, trabajan en chacras o galpones, podan, cosechan, embalan, trabajan la tierra. Son algunos de los pocos partícipes que quedan de un ciclo productivo maravilloso, que un día fue símbolo de este valle. Todos se conocen, todos se saludan. La mayoría de los niños concurre a escuelas rurales, “Romagnoli”, en la zona de chacras y “Andrés Bustelo”, en barrio Mosconi, que también cuentan con enseñanza de nivel medio. “Les falta contención a los chicos, falta mucha ayuda en el barrio”, dice Marisol Painemal, una vecina preocupada por la situación de abandono en la que se encuentra el barrio. “Los chicos necesitan una mano, todos la necesitamos acá”. En su voz temblorosa, se advierte un tono de melancolía y de desesperanza, que se hace común entre la gente, como es común las carencias y necesidades insatisfechas. “A pesar de los reclamos nadie se acerca, nadie se acuerda de nosotros, somos un barrio olvidado”. Las instituciones Dentro del barrio hay una capilla católica y un templo evangelista, a los que concurren los vecinos con la esperanza de ser oídos por un ser superior, elevando sus cánticos a la hora de la tarde. De vez en cuando organizan meriendas para los niños, intentando aplacar, al menos en parte, las necesidades de muchas familias.

En la entrada principal del barrio se encuentra el salón de usos múltiples, que irónicamente casi no se usa, las malas condiciones edilicias no lo permiten. Es un centro comunitario que fue construido a pulmón por los vecinos, con ayuda del municipio de General Roca, pero que actualmente permanece en desuso por no contar con las condiciones necesarias y refleja literalmente la situación que vive el barrio. La sala de primeros auxilios, pegada al salón comunitario, cuenta con atención médica sólo dos días a la semana, a pesar de la necesidad y del reclamo. “Hacemos lo que podemos, aunque entendemos que la gente debería contar con una mejor atención. A veces faltan medicamentos o leche, pero nosotros no podemos hacer más, dependemos de Salud Provincial”, dice José Liñado, enfermero del centro. La salud, una de las necesidades básicas, también es postergada como tantas otras del barrio, pero la voz de los vecinos no es oída y sus reclamos se silencian ante la injusticia y la desidia. Los libros son uno de los consuelos con los que cuenta La Rivera, la biblioteca popular, que lleva su nombre y que se ubica en el corazón del barrio, es la institución más resguardada por su gente. Funciona desde hace 14 años y cobija a todos los niños que se acercan. En el 2011 se inauguró el nuevo edificio impulsado por el proyecto de una comisión de vecinos, apoyados por la CONABIP, quienes creyeron en la esperanza de la lectura. El espacio cuenta también con un gabinete de informática y brinda cursos y talleres abiertos a la comunidad en general. Fabiola Torres, la bibliotecaria, desempeña muchas funciones, y les ofrece a los chicos apoyo escolar, orientación, cuidados y mimos. El eterno problema De sur a norte el barrio es atravesado y dividido por una laguna, que nace en la zona de Cuatro Galpones y que representa uno de los mayores problemas del barrio. El olor nauseabundo y el foco infeccioso preocupan a los vecinos que, cansados de reclamar y esperar, hoy solo se resignan. Existe una pasarela que comunica los dos extremos del barrio, pero que se encuentra en pésimas condiciones y se convierte en un gran peligro. Debido a la ausencia de cloacas, los vecinos que viven a las orillas de la laguna encontraron en su lecho la solución para el desagote sanitario. Eso, sumado a los desechos químicos y animales muertos que son arrojados en otros sectores del recorrido de las aguas, hace de esto una situación verdaderamente alarmante. La solución jamás llegó, a pesar de las promesas de muchos políticos a la hora de obtener votos en instancias de elecciones. Las autoridades municipales afirman que el recurso más apropiado sería el entubado de la laguna, pero que al representar un presupuesto muy elevado es imposible llevar a cabo el proyecto. Una vez más la injusticia y la desolación se tornan turbias, como el agua de la laguna. La voz y los pedidos de los pobladores mueren, al igual que las cansadoras promesas políticas. Una cuestión de identidad A pesar de sólo ser reconocido como acceso obligado al balneario municipal, a pesar del abandono de las autoridades, de la discriminación por ser un barrio rural, La Rivera impone su identidad pese a todo, su calidez, su confianza, sus esperanzas están plasmadas en cada sonrisa, en cada saludo. Sus anécdotas y sus raíces son un bien que se transmite en la voz de quienes con orgullo dan testimonio de una historia de lucha que los une, una historia que narrada se convierte en infinidad de aventuras compartidas, donde la unión y la solidaridad siempre han sido protagonistas. Este barrio sabe de abandono; la precariedad y la desolación se palpan tan sólo con una simple mirada, que muchas veces le es negada. Pasaron 56 años desde aquella trágica inundación, pero los rivereños aún siguen luchando por vencer, por reconstruirse, por erguirse ante este río de ignorancia. La voluntad les sobra, aunque a veces las fuerzas faltan. Las necesidades duelen y ante esto persisten los reclamos, exigen lidiar diariamente, despertarse cada mañana con la esperanza de la superación. Notas, reuniones y mate de por medio, el barrio La Rivera sigue de pie, entre el polvo de sus calles y el olvido de muchos, esperando que algún día en esta sociedad su voz, por fin, se haga eco. Texto y fotos: Miriam Flores, alumna de periodismo de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la UNC-Roca Fuentes consultadas: Cayutur, Saturnino, vecino Diario “Río Negro”, archivos de 1958 Liñado, José, enfermero Puesto Sanitario del Barrio La Rivera Oficina Catastro, Municipalidad de General Roca Oficina Obras Públicas, Municipalidad de General Roca Painemal, Marisol, vecina Torres, Fabiola, Biblioteca Popular “La Rivera”


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