Males compartidos

Aunque no es ningún consuelo, nuestra crisis dista de ser tan exótica como quisieran creer los habituados a atribuirla a factores presuntamente desconocidos en otras partes del mundo. Por el contrario, andando el tiempo cualquier sociedad que se niegue a tomar en serio «los números» o que decida que es políticamente imposible ajustar a tiempo porque sería injusto o porque a los políticos más influyentes no les convendría, puede sufrir un colapso económico similar a aquel que puso fin al «modelo menemista» a fines del 2001. Entre los países que corren el riesgo de reeditar nuestra experiencia están dos que hasta hace diez años eran consideradas las estrellas máximas del firmamento económico internacional, Alemania y el Japón, mientras que diversos estados norteamericanos, encabezados por California, se encuentran al borde de la bancarrota.

En todos estos casos, incluyendo el nuestro, pueden imputarse los problemas a la negativa de las autoridades a aceptar que hoy en día el cambio no suele ser una opción sino una necesidad. En Alemania, Francia e Italia los beneficiados directa o indirectamente por el statu quo están más que dispuestos a luchar por sus «conquistas» particulares: aunque los más reconocen que en su conjunto son insostenibles, los distintos grupos insisten en que sean los otros los obligados a sacrificar algo en favor del bien común. No los conmueven las alusiones a los intereses de sus hijos y nietos porque no están acostumbrados a considerarse responsables por lo que podría suceder en el futuro. Como consecuencia, está resultando sumamente difícil reformar sistemas previsionales que por motivos demográficos han dejado de ser viables. Del mismo modo, la oposición sindical a la «flexibilización» laboral obstruye la creación de nuevos empleos, de ahí las tasas de desocupación permanentes del diez por ciento o más. Según un empresario alemán, a menos que se lleven a cabo reformas muy profundas, «en diez años estaremos donde ahora está la Argentina». Mientras tanto, en el Japón la resistencia de los políticos a tomar medidas drásticas encaminadas a sanear un sistema bancario que conforme a las pautas contables de otros países ya está quebrado, ha convencido a algunos observadores asustados de que podría producirse un colapso financiero tan espectacular que provoque estragos en toda la economía mundial.

Claro, la diferencia principal entre Alemania, el Japón, Francia, Italia y California por un lado y la Argentina por el otro consiste en que aquéllos son muy ricos y nuestro país es muy pobre. Por lo tanto, a pesar de las advertencias de sus líderes y el ejemplo brindado por la Argentina, ellos creen estar en condiciones de darse el lujo de demorar los cambios: en efecto, los japoneses hablan de la «recesión dorada» porque, a pesar del estado nada satisfactorio de su economía, el nivel de vida de la mayoría ha seguido siendo muy pero muy elevado. En los años de bonanza, a los sindicatos, grupos de presión y lobbies de los países prósperos les resultó muy fácil conseguir privilegios que, legislación mediante, serían convertidos en derechos permanentes.  Asimismo, los logros asombrosos de generaciones anteriores fueron tan impresionantes que es natural que sectores enteros se hayan resistido a entender que las circunstancias ya son otras y que un esquema apropiado para 1987, digamos, no necesariamente servirá para el 2003.

Aunque la crisis argentina ya lleva mucho más de medio siglo, el mito de la prosperidad supuestamente destruida por la llegada de «los neoliberales» sigue asegurando a los resueltos a obstaculizar el cambio pretextos a su juicio irrefutables para continuar «luchando» contra los pocos que lo creen imprescindible. En Europa, el Japón y muchos estados norteamericanos la crisis financiera es más reciente. Si bien las primeras reacciones ante el desafío así planteado se han parecido mucho a las registradas aquí, es poco probable que «la resistencia» resulte tan tenaz. Por cierto, es de esperar que no lo sea. Puesto que nuestras perspectivas dependerán en buena medida de la evolución de una economía mundial «globalizada», lo peor que podría ocurrir sería que otros países prósperos se argentinizaran anteponiendo la defensa a ultranza de intereses sectoriales al bienestar del conjunto.    


Aunque no es ningún consuelo, nuestra crisis dista de ser tan exótica como quisieran creer los habituados a atribuirla a factores presuntamente desconocidos en otras partes del mundo. Por el contrario, andando el tiempo cualquier sociedad que se niegue a tomar en serio "los números" o que decida que es políticamente imposible ajustar a tiempo porque sería injusto o porque a los políticos más influyentes no les convendría, puede sufrir un colapso económico similar a aquel que puso fin al "modelo menemista" a fines del 2001. Entre los países que corren el riesgo de reeditar nuestra experiencia están dos que hasta hace diez años eran consideradas las estrellas máximas del firmamento económico internacional, Alemania y el Japón, mientras que diversos estados norteamericanos, encabezados por California, se encuentran al borde de la bancarrota.

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