Ajuste y racionalidad

Mal que les pese a los integrantes del gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no les resultará del todo fácil oponerse a los reclamos sindicales sin utilizar un lenguaje que, según los progresistas, es típico de “la derecha liberal”. Así, pues, voceros oficiales, como el ministro del Interior y, desde hace poco, el de Transporte, Florencio Randazzo, se han puesto a exhortar a los camioneros a actuar “con racionalidad” ya que los paros sorpresivos que el gremio está llevando a cabo “pueden perjudicar a millones de argentinos”. El ministro tiene razón cuando alude a los problemas engorrosos que ya ha comenzado a ocasionar el activismo de los camioneros, los que iniciaron su campaña interrumpiendo el transporte de caudales, pero entenderá que escasean las organizaciones sectoriales dispuestas a subordinar sus propios intereses a los del conjunto. También entenderá que, desde el punto de vista de los huelguistas, es “racional” hacer la vida imposible a los demás porque es una forma muy eficaz de presionar tanto al gobierno como a la patronal, ya que, en oposición, el movimiento político en que milita nunca ha vacilado en aprovechar la capacidad de la rama sindical para provocar trastornos de todo tipo. La disputa entre los afiliados del gremio de Moyano padre e hijo y el gobierno de Cristina es consecuencia de la decisión oficial de minimizar la importancia de la inflación. Si la tasa anual se aproximara a la registrada por los técnicos incorregiblemente optimistas del Indec, el aumento salarial del 18% anual que propone el gobierno sería con toda seguridad aceptable, pero, como es natural, los trabajadores prestan más atención a “la inflación de supermercado” que, este año, podría llegar al 30%, la suba que tienen en mente los líderes camioneros. De conseguirlo, se limitarían a impedir la caída inmediata del poder de compra de sus salarios, lo que, dadas las circunstancias, puede considerarse una aspiración muy razonable. En cambio, si se vieran obligados a conformarse con lo ofrecido por el gobierno, tendrían que resignarse a apretarse mucho los cinturones. Por supuesto, no son los únicos que se encuentran en dicha situación, ya que a virtualmente todos los asalariados del país les espera una reducción abrupta de su poder adquisitivo. La pretensión oficial de que todos los gremios significantes terminen aceptando aumentos muy inferiores a la tasa de inflación presupone un ajuste sumamente riguroso, uno que entrañará el riesgo no sólo de muchos conflictos laborales sino también de una recesión que podría resultar aún más profunda que la prevista. Para un gobierno que siempre ha dado a entender que merced a las bondades del “modelo” nacional y popular la economía disfrutaría de muchos años más de expansión vigorosa, la realidad así supuesta plantea desafíos no sólo técnicos sino también retóricos. Después de más de nueve años en el poder, culpar a los gobiernos anteriores de Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde no le servirá para mucho. Tampoco resultarán convincentes los intentos de la presidenta de atribuir todos los problemas a lo que está sucediendo en Estados Unidos, Europa, Brasil y, según los datos más recientes, China y la India; aunque es innegable que las penurias ajenas, lo mismo que el boom de los commodities, han tenido un impacto fuerte aquí. De todos modos, la resistencia oficial a sincerarse, hablando sin eufemismos un tanto patéticos sobre la necesidad de aplicar un ajuste porque el gasto estatal ha alcanzado un nivel insostenible y es forzoso bajarlo porque se ha agotado el dinero, hace aún más difícil la tarea de los encargados de manejar la economía. Puesto que la palabra “ajuste” no figura en el léxico oficial, los voceros del gobierno se sienten sin más opción que la de seguir fingiendo creer que el país del Indec es el real y que el del “supermercado”, una ficción maligna inventada por los enemigos del pueblo. Así las cosas, pedir responsabilidad a los líderes sindicales, acusándolos indirectamente de atentar contra el bienestar nacional, no contribuye a aplacar los ánimos de quienes ya se sienten alarmados por los síntomas de desconcierto que está manifestando un gobierno tan comprometido con su propia interpretación de la realidad que parece incapaz de reaccionar de manera coherente ante una crisis que, día tras día, sigue cobrando más intensidad.


Mal que les pese a los integrantes del gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, no les resultará del todo fácil oponerse a los reclamos sindicales sin utilizar un lenguaje que, según los progresistas, es típico de “la derecha liberal”. Así, pues, voceros oficiales, como el ministro del Interior y, desde hace poco, el de Transporte, Florencio Randazzo, se han puesto a exhortar a los camioneros a actuar “con racionalidad” ya que los paros sorpresivos que el gremio está llevando a cabo “pueden perjudicar a millones de argentinos”. El ministro tiene razón cuando alude a los problemas engorrosos que ya ha comenzado a ocasionar el activismo de los camioneros, los que iniciaron su campaña interrumpiendo el transporte de caudales, pero entenderá que escasean las organizaciones sectoriales dispuestas a subordinar sus propios intereses a los del conjunto. También entenderá que, desde el punto de vista de los huelguistas, es “racional” hacer la vida imposible a los demás porque es una forma muy eficaz de presionar tanto al gobierno como a la patronal, ya que, en oposición, el movimiento político en que milita nunca ha vacilado en aprovechar la capacidad de la rama sindical para provocar trastornos de todo tipo. La disputa entre los afiliados del gremio de Moyano padre e hijo y el gobierno de Cristina es consecuencia de la decisión oficial de minimizar la importancia de la inflación. Si la tasa anual se aproximara a la registrada por los técnicos incorregiblemente optimistas del Indec, el aumento salarial del 18% anual que propone el gobierno sería con toda seguridad aceptable, pero, como es natural, los trabajadores prestan más atención a “la inflación de supermercado” que, este año, podría llegar al 30%, la suba que tienen en mente los líderes camioneros. De conseguirlo, se limitarían a impedir la caída inmediata del poder de compra de sus salarios, lo que, dadas las circunstancias, puede considerarse una aspiración muy razonable. En cambio, si se vieran obligados a conformarse con lo ofrecido por el gobierno, tendrían que resignarse a apretarse mucho los cinturones. Por supuesto, no son los únicos que se encuentran en dicha situación, ya que a virtualmente todos los asalariados del país les espera una reducción abrupta de su poder adquisitivo. La pretensión oficial de que todos los gremios significantes terminen aceptando aumentos muy inferiores a la tasa de inflación presupone un ajuste sumamente riguroso, uno que entrañará el riesgo no sólo de muchos conflictos laborales sino también de una recesión que podría resultar aún más profunda que la prevista. Para un gobierno que siempre ha dado a entender que merced a las bondades del “modelo” nacional y popular la economía disfrutaría de muchos años más de expansión vigorosa, la realidad así supuesta plantea desafíos no sólo técnicos sino también retóricos. Después de más de nueve años en el poder, culpar a los gobiernos anteriores de Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde no le servirá para mucho. Tampoco resultarán convincentes los intentos de la presidenta de atribuir todos los problemas a lo que está sucediendo en Estados Unidos, Europa, Brasil y, según los datos más recientes, China y la India; aunque es innegable que las penurias ajenas, lo mismo que el boom de los commodities, han tenido un impacto fuerte aquí. De todos modos, la resistencia oficial a sincerarse, hablando sin eufemismos un tanto patéticos sobre la necesidad de aplicar un ajuste porque el gasto estatal ha alcanzado un nivel insostenible y es forzoso bajarlo porque se ha agotado el dinero, hace aún más difícil la tarea de los encargados de manejar la economía. Puesto que la palabra “ajuste” no figura en el léxico oficial, los voceros del gobierno se sienten sin más opción que la de seguir fingiendo creer que el país del Indec es el real y que el del “supermercado”, una ficción maligna inventada por los enemigos del pueblo. Así las cosas, pedir responsabilidad a los líderes sindicales, acusándolos indirectamente de atentar contra el bienestar nacional, no contribuye a aplacar los ánimos de quienes ya se sienten alarmados por los síntomas de desconcierto que está manifestando un gobierno tan comprometido con su propia interpretación de la realidad que parece incapaz de reaccionar de manera coherente ante una crisis que, día tras día, sigue cobrando más intensidad.

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