Andate a la Patagonia

Dónde? ¿En ese autito de mierda? ¿hasta Ushuaia? …Dos ruedas de auxilio, tanque de nafta de repuesto, chapón para proteger el cárter, calentador, agua, alimentos no perecederos, un dios aparte…¡Ufff! ¿Tannn lejos está el fin del mundo?

Amigos, familia, mecánico, todos miraron con compasión cuando comenté mi proyecto de surcar todo el sur de la Argentina por tierra. La idea era ir desde Roca hasta la casa de un amigo en Puerto Natales. Pero ya que íbamos allí, íbamos a Torres del Paine, Punta Arenas, cruzábamos el estrecho de Magallanes y llegábamos a Ushuaia. Estaba decidido. Se había despertado el hambre de andar.

Hacía tiempo que pensaba en este viaje. Dos años atrás nos habíamos encontrado con Claudio en un café de Buenos Aires contándonos sueños. El mío, llegar hasta Punta Arenas; el de él, cruzar el estrecho de Le Maire en kayac. Y los sueños nos llevaron a los mapas, y a la historia y a la literatura.

Recordé todos los libros que alimentaron los deseos, los relatos que fueron moldeando el universo que dibujaba en mi Patagonia interior. Desde las cosmogonías y leyendas de los aborígenes, las crónicas de navegantes, las historias de misioneros y de conquistadores hasta las reescrituras de Bruce Chatwin de 1975, a quien culpan de haber actualizado la magia que encierra esta geografía.

Recordé otro libro del «99, «La ruta argentina (el país contado por viajeros y escritores)», prologado y comentado por Christian Kupchik, en una edición bárbara de Planeta Nómade. Libro que no sólo me dejó narraciones nuevas, también una pregunta latiendo:

¿Qué busca el que llega aquí?

«…Lo inesperado -responde-, aquello que no sólo resulta secreto para él, sino también para quienes conviven con el secreto. Revelarlo significa redimensionar las posibilidades de su búsqueda: ha encontrado algo y lo comparte. Ya no es lo mismo, ni él es el mismo. Algo cambió….»

Y eso es lo que ocurre cuando uno se adentra a estas tierras. Rutas infinitas, solitarias; cielos increíbles, estepa inconmensurable, ansiedad por llegar hasta el fin del continente, para descubrir que allí esa frontera se desdibuja. El fin desaparece de nuestro mapa perceptivo.

En medio de un pronóstico incierto de país, salimos a la ruta el 30 de diciembre escuchando por radio la renuncia del fugaz presidente Rodríguez Saá. El mañana era un gran enigma y esto engarzaba perfectamente con las emociones que disparaba el camino extenso.

En España escuché que una de las formas que usan para mandar a alguien al «carajo» es decirle «¡Vete a la Patagonia!» Y allí nos íbamos, a la mismísima Patagonia profunda.

Escribe Chatwin «desde que Magallanes la descubriera en 1520, la palabra Patagonia se instaló en el imaginario occidental como metáfora del final, el punto más allá del cual nadie podía ir. Por cierto, en el primer capítulo de Moby Dick, Melville usa «patagónico» como calificativo de lo remoto, lo monstruoso y lo fatalmente atractivo».

Y lo fatalmente atractivo llamaba.

Miramos el mapa. Pasaríamos la noche en Puerto Madryn. El amanecer nos encontró allí, en medio de una niebla tupida y extraña para aquella época del año. Un día tan perfecto que optamos por un rato de mar, antes de salir hacia las temperaturas australes. Sobre el mediodía trepamos a la ruta 3. Los primeros zorros comenzaron a aparecer. El calor era abrazador. El paisaje, muy similar al que conocíamos. Una estepa árida, sembrada de coirones, campos alambrados que terminaban en el viscoso paisaje de los espejismos. Una geografía sedienta.

Próxima parada, Comodoro Rivadavia. El último día del año atravesaríamos Chubut. El paisaje comenzó a cambiar en el límite provincial. Se ondulaba. De un lado teníamos el mar y del otro unas lomas arcillosas y redondeadas. Sobre las más altas, unos enormes molinos generadores de energía eólica nos anunciaban la llegada a la ciudad. Comodoro Rivadavia es una ciudad extraña, distinta, aunque todos los pueblos que atravesamos provocan una emoción común. Despiertan la sensación de orfandad, de lejanía, de sufrida autosuficiencia.

Seguimos con dirección sur. La noche vieja nos encontró en Caleta Olivia, una comarca petrolera y nada más. El día siguiente pasamos la enorme provincia de Santa Cruz.

Se acentúa la complejidad nubosa. A poco de andar vemos el primer guanaco. Cualquiera podría advertir que esos bichos son los dueños del lugar. Su presencia es imponente. Erguidos, altivos, hermosos. Trepados siempre en los lugares más altos, parecen esfinges.

Antes de llegar a Puerto San Julián vemos una enorme sombra en la banquina. Una suerte de humo negro. Nos acercamos. La fantasmagórica presencia está perfectamente quieta allí, pese al viento. Como una proyección de un filme en el aire. Asusta. Como no sabemos qué es, alimentamos fantasías. Pero el delirio se interrumpe por otra visión. A lo lejos vemos otro punto negro, esta vez está en el medio del camino. Pero no es ningún fantasma oscuro, es un japonés en bicicleta, pedaleando contra el viento. Difícil olvidar su cara de absoluta felicidad, surcando solo aquella inmensidad.

Puerto San Julián el primero de enero es un lugar apacible, los lugareños dicen que no hay mucha diferencia entre un día feriado y un día normal en este sitio de fuertes marcas de estilo inglés.

Aquí, en setiembre de 1512, el cronista de Magallanes, Antonio Pigafetta, vio un gigante.

«Un día -escribe en su diario de a bordo-, cuando nadie se lo esperaba, vimos un gigante a orillas del mar, semidesnudo, bailando, saltando y cantando; mientras cantaba, se echaba polvo y arena sobre la cabeza. Nuestro capitán mandó a uno de nuestros hombres acercarse a él, ordenándole que cantara y saltara igual para tranquilizarle y que se mostrara amistoso. El marinero lo hizo y enseguida condujo al gigante a una pequeña isla donde el capitán lo esperaba. Y cuando estuvo ante nosotros comenzó a mostrarse asombrado y temeroso, y apuntó con un dedo hacia arriba pensando que veíamos el cielo. Era tan alto que el más alto de nosotros le llegaba a la cintura».

Los gigantes fueron descriptos por otros exploradores, hasta que las crónicas los hicieron «alcanzar hasta dos metros setenta y más. Era como si con el tiempo los gigantes se hicieran más gigantes…» reseña el capitán Byron, abuelo del poeta lord Byron, haciéndose eco de las narraciones del bucanero Thomas Cavendish.

Y a medida que los gigantes crecían, los mitos también.

Ni siquiera el racionalismo del siglo XIX pudo con estas desmesuras literarias. Algunos atribuyen estos excesos a la voluntad de enriquecer el relato con típicas imágenes tomadas de la literatura clásica, en particular Homero y Virgilio; otros, en cambio, creen que estos gigantes fueron bautizados como «patagones» imitando a una famosa bestia llamada «Patagón», personaje de una novela muy conocida en España unos 7 años antes de que Magallanes desembarcara en estas orillas.

Llegamos a la isla Pavón al atardecer. La desembocadura del río Santa Cruz parece mansa a esa hora, aunque el relato del perito Moreno -primero en remontar este río- indica lo contrario. También aparece la memoria del comandante Piedra Buena, quien vivió años aquí en una casita (que aún se conserva ) comerciando con los indios. Por la noche llegamos a Río Gallegos. Una ciudad importante, con un despliegue del mundo militar impresionante, tan elocuente como los enormes cascarones que quedan de antiguas fábricas que se establecieron alguna vez aquí.

Al amanecer cruzaremos el estrecho de Magallanes, donde se consuma el himeneo de los océanos.

El transbordador siente en su panza las corrientes encontradas. Nos acompañan en el cruce miles de pingüinos, albatros, focas y parejas de toninas overas que juegan con las estelas que forma el barco. Mi hijo Juan corre de un lado al otro de la nave extasiado. Es un espectáculo repentino e increíble.

La belleza de los campos de Santa Cruz, semejantes a una acuarela de colores pasteles, se repite en Tierra del Fuego. Enormes extensiones interrumpidas por los meandros que forman los ríos o por los manchones redondos y blanquecinos de los rebaños de ovejas.

Pero en un momento el paisaje cambia. Se hace boscoso, por delante asoma la cordillera Darwin que irrumpe del Pacífico. Acampamos en el lago Fagnano y el día siguiente -luego de cinco días de ruta- llegamos a Ushuaia. Una ciudad mágica. La primera impresión es de confusión. Es un paisaje de cordillera con olor a mar. La ciudad más austral del mundo tiene, además, mucha historia y beldad. El tiempo se nos hizo escaso pese a los días larguísimos de estas latitudes.

Dos días más tarde, salimos a Punta Arenas. Los carteles indicadores muestran el camino a sitios que llevan nombres desoladores: «Puerto Hambre», la provincia de «Ultima Esperanza»,»Tierra del Diablo», hecho que nos precipita indefectiblemente en la historia, en un pasado plagado de aventuras y desventuras.

Dejamos el auto para recorrer a pie la ciudad. Punta Arenas sorprende, su magnificencia sorprende. Una ciudad de más de 120.000 habitantes y que en el pasado compitió con el puerto de Buenos Aires. Sólo la apertura del Canal de Panamá frenó su crecimiento y sus aspiraciones de dominar el sur del continente. Las glorias de otrora están a la vista en su arquitectura palaciega, en el puerto con sus enormes depósitos, en sus fastuosos edificios públicos. Su impronta de vida portuaria es indudable. Montones de burdeles iluminan con luces mortecinas la noche puntarenense. Extranjeros por doquier. Bares llenos. Museos, universidad y puerto libre completan sus atractivos.

Al fin, llegamos a destino, Puerto Natales. La hospitalidad de los amigos nos devuelve energías para desandar el trayecto. Natales es frío, estoico y… esotérico. Está lleno de turistas extranjeros y hay más cybercafés que cafés.

Decidimos terminar el viaje cerca de allí, en el Parque Nacional Torres del Paine. Un viaje dentro del viaje. Es imposible hacer una descripción mínima de este lugar, una de las mecas del montañismo. Para ser breve, elegiría una sospecha poética. Creo que en este lugar nacen las nubes y el viento.

Era tanta la belleza incorporada, que nos dimos por satisfechos. Fin de nuestra aventura. 6.500 kilómentros en rutas (muy buenas, les cuento a los agoreros).

Comprendimos que los temores que suscita el sumergirse en la Patagonia forman parte de su mitología, temores atizados por relatos que cuentan de miles de naufragios, que hablan de conquistas frustradas, de búsqueda de tesoros inexistentes, de la presencia de gigantes, de la naturaleza hostil, de aventuras increíbles.

Comprendimos, también, que conducir hacia el objetivo imantado «sur» es recuperar la noción de infinito, la idea de lo absoluto. Descubrir que en adelante seremos portadores de sus mitos, recreadores, que -de algún modo- estaremos destinados a contar. Que el camino de lo real y de lo verosímil es uno. Que en todo caso, éste es el camino al fin, al fin del mundo, donde todo comienza.

Susana Yappert

syappert@rionegro.com.ar


Dónde? ¿En ese autito de mierda? ¿hasta Ushuaia? ...Dos ruedas de auxilio, tanque de nafta de repuesto, chapón para proteger el cárter, calentador, agua, alimentos no perecederos, un dios aparte...¡Ufff! ¿Tannn lejos está el fin del mundo?

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