Aquel genocidio africano

En tiempos del último desenfreno colonialista de las potencias europeas, el rey Leopoldo II de Bélgica obtuvo del todopoderoso canciller alemán Bismarck, quien se encargaba del reparto de una torta llamada «Africa» en la Conferencia de Berlín 1885, la concesión a título de propiedad personal de una región que comprendía la decimotercera parte de ese continente, ochenta veces la extensión de su propio país. El monarca ejerció durante un cuarto de siglo la absoluta explotación del Congo, un territorio con abundantes recursos naturales descubierto por los exploradores Stanley y Livingstone y brindado por el primero a Leopoldo, contratado por él, como un maná del cielo para su gula. Primero fue el néctar del marfil y luego la ambrosía del caucho, extraído con sacrificio humano de la vegetación silvestre, que tenía una demanda explosiva en el mundo industrializado desde la invención del neumático para las bicicletas y los automóviles. La fortuna acumulada por Leopoldo, gran señor en Bruselas, en su yacht o en sus villas de la Riviera francesa pero siempre lejos de la mosca africana del sueño, se estimó en miles de millones. Mientras duró su dominio, esta colonización instaló la explotación más cruel sobre el trabajo humano de que haya memoria y fue la expresión histórica del modelo más execrable del colonialismo del hombre blanco en la época moderna. En tanto las mujeres eran sistemáticamente violadas y mantenidas como rehenes, la regla de la compañía para los esclavos fue en todo momento y por años el látigo, el empalamiento y la mutilación de brazos, piernas u órganos sexuales como castigo por rendimiento insuficiente. El trabajo agotador, los castigos y las represalias por cualquier reacción, el hambre y las enfermedades importadas por los coloniales inmunes hicieron su aporte para una terrible catástrofe demográfica: se calcula que mientras duró la propiedad personal de Leopoldo desde 1886 hasta 1908 cuando antes de morir lo pasó al Estado perecieron alrededor de ocho millones de nativos, la mitad de la población del país.

Adam Hochschild, profesor del posgrado en Periodismo de la Universidad de California en Berkeley, publicó un libro sobre este monarca con título «King Leopold Ghost´s» (El fantasma del rey Leopoldo) que, luego de varias reimpresiones, logró con la del 2006 el Duff Cooper Prize en Gran Bretaña y fue traducido en doce idiomas. Allí se puede leer que no faltaron denuncias de grandes escritores desde principios del siglo XX. El norteamericano Mark Twain lo hizo en un panfleto de 1905, el inglés Conan Doyle en 1909 con un libro titulado «The Crime of the Congo». Tampoco faltaron movimientos populares cuando se conocieron detalles del proceso. Hubo cientos de reuniones públicas en Inglaterra, Estados Unidos, Europa occidental, Australia y Nueva Zelanda con la bandera «Reforma en el Congo» y responsabilizando al sistema de explotación de Leopoldo como el mayor escándalo de los derechos humanos en la era industrial.

Pero seguramente la resonancia literaria clásica de aquel genocidio será siempre el relato que publicó Joseph Conrad en 1902 con título «Heart of Darkness» (El corazón de las tinieblas), al que también se le adjudica haber influido en el traspaso de la propiedad privada del Congo al Estado belga en 1909. La novela de este gran maestro del idioma inglés (quien sería íntimo amigo, digamos al pasar, de dos escritores muy relacionados con nuestro país, Hudson y Cunninghame Graham) describe las alternativas de un viaje al interior del Congo de un inglés, llamado Marlow (una especie de alter ego del autor de la novela), capitán del barco de una empresa involucrada en el comercio de marfil que se extraía de la colonia privada de Leopoldo. En su trabajo de transportar la mercadería río abajo, el protagonista va experimentando un creciente interés en la misteriosa personalidad de Kurtz, el encargado de la recolección del marfil, exhibidor de calaveras colgadas en los árboles y reputado como un temido dios o monstruo del enclave. Este personaje le habría sido inspirado a Conrad por un capitán León Rom, también belga, que había conocido en su viaje a esa región en 1895 y del que testigos ingleses dijeron que exhibía como decoración de advertencia veintiún cabezas de africanos rebeldes. También, como la propia novela de Conrad para su película, inspirará indirectamente a Francis Ford Coppola para el otro Kurtz (el mismo apellido) que representaba Marlon Brando en «Apocalypse Now» de 1979.

La moraleja de este genocidio (así fue específicamente calificado en mayo del 2006 en el Parlamento británico) está en la introducción de la novela. Allí el capitán Marlow cierra el prólogo del relato que se hace en el libro dirigiéndose a los cuatro amigos reunidos en un bergantín fondeado en el Támesis, con una reflexión amarga sobre su experiencia del colonialismo y la relación de los blancos con los otros. Dice: «La conquista de la tierra, que por lo general consiste en arrebatársela a quienes tienen una tez de color distinto o narices ligeramente más chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando se observa con atención».

De Leopoldo II de Bélgica, el codicioso rey colonialista, queda ahora en su país una estatua anodina y una figura desdibujada en libros de historia que ocultan generalmente sus pecados. Nada hay allí que recuerde que este criminal político derramó más sangre y causó más sufrimiento en el Africa que todas las tragedias naturales y revoluciones de ese desgraciado continente.

 

HECTOR CIAPUSCIO (*)

Especial para «Río Negro»

(*) Doctor en Filosofía


En tiempos del último desenfreno colonialista de las potencias europeas, el rey Leopoldo II de Bélgica obtuvo del todopoderoso canciller alemán Bismarck, quien se encargaba del reparto de una torta llamada "Africa" en la Conferencia de Berlín 1885, la concesión a título de propiedad personal de una región que comprendía la decimotercera parte de ese continente, ochenta veces la extensión de su propio país. El monarca ejerció durante un cuarto de siglo la absoluta explotación del Congo, un territorio con abundantes recursos naturales descubierto por los exploradores Stanley y Livingstone y brindado por el primero a Leopoldo, contratado por él, como un maná del cielo para su gula. Primero fue el néctar del marfil y luego la ambrosía del caucho, extraído con sacrificio humano de la vegetación silvestre, que tenía una demanda explosiva en el mundo industrializado desde la invención del neumático para las bicicletas y los automóviles. La fortuna acumulada por Leopoldo, gran señor en Bruselas, en su yacht o en sus villas de la Riviera francesa pero siempre lejos de la mosca africana del sueño, se estimó en miles de millones. Mientras duró su dominio, esta colonización instaló la explotación más cruel sobre el trabajo humano de que haya memoria y fue la expresión histórica del modelo más execrable del colonialismo del hombre blanco en la época moderna. En tanto las mujeres eran sistemáticamente violadas y mantenidas como rehenes, la regla de la compañía para los esclavos fue en todo momento y por años el látigo, el empalamiento y la mutilación de brazos, piernas u órganos sexuales como castigo por rendimiento insuficiente. El trabajo agotador, los castigos y las represalias por cualquier reacción, el hambre y las enfermedades importadas por los coloniales inmunes hicieron su aporte para una terrible catástrofe demográfica: se calcula que mientras duró la propiedad personal de Leopoldo desde 1886 hasta 1908 cuando antes de morir lo pasó al Estado perecieron alrededor de ocho millones de nativos, la mitad de la población del país.

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